Relatos de verano
¿Qué fue de las monjas del autobús?
Hay que ver cómo ha cambiado el pasaje y las costumbres en los largos trayectos en autocar
¿Qué había hecho con los auriculares? Acababa de ocupar por fin mi asiento en el autobús y comprobaba que estaba preparada para las cinco horas de viaje que tenía por delante. Después de tantos años haciendo el mismo trayecto al menos cuatro veces cada verano, pensaba que no podía olvidarme de algo tan básico, pero sí. No debí subestimar mis lagunas de memoria. Después de rebuscar en cada bolsillo del bolso por segunda vez, no tuve más remedio que admitirlo. Adiós a oír música, adiós a la película... Me había olvidado el libro en la maleta -«total, me mareo a las dos páginas»- y ahora me arrepentía. Tampoco tuve reflejos para coger el periódico, aunque solo fuera para releerlo. Solo me quedaba el móvil, y no con mucha batería.
En esas estaba cuando me percaté de que mi compañero de asiento a duras penas contenía el llanto mientras hablaba con su «celular». Ya cuando le pedí que por favor apartara su bolsa de mi butaca para poder sentarme le costó reaccionar. Se le veía ensimismado. La llamada telefónica había abierto las compuertas de su congoja y aunque yo apenas captaba algunas frases -«no puedes hacerme esto», «por favor»- juraría que era una mujer quien le hablaba al otro lado. ¿Le habría rechazado después de haberse cruzado el Atlántico para verla? ¿O le habría echado de casa? ¿Tendrían hijos?
Mi imaginación se había desatado, urdiendo una apasionada historia de amor y desamor en torno al hombre de unos 40 años que tenía a mi lado, cuando vi que una joven se detenía a mi lado. Faltaban tres minutos para salir y los últimos viajeros aún buscaban su sitio. «Perdone, señor, está usted en mi asiento», le hizo ver a mi compungido compañero, que se despidió bruscamente al teléfono para recoger sus cosas. El suyo estaba al menos cinco filas por delante, como pudo comprobar al fijarse en su billete. «Vaya, me voy a quedar con las ganas de saber qué le ocurre», pensé mientras me apartaba para que ambos pudieran pasar.
Quise ver el cambio con optimismo. Quizá me había ahorrado un culebrón y con la vena sensiblera que últimamente gasto, seguro que no habría sido buena consejera. El autobús arrancó rumbo a Madrid. Miré alrededor. Una madre que intentaba entretener a una niña de unos dos años y yo éramos las únicas que viajábamos sin cascos. Cuando por fin la pequeña se durmió, me quedé sola.
En la fila de delante, una chica se ponía la primera de las dos películas que vería en el viaje, al tiempo que whatsapeaba, buscaba datos en Google y contestaba al correo. Una auténtica mujer-orquesta. La joven de mi lado se conectaba el Mp3, como buena parte del autobús, cada uno en su particular isla digital.
«¡Qué distintos eran aquellos primeros viajes a Madrid hace ya 18 años!», pensé mientras recorría con la mirada los asientos en busca de las incondicionales monjas que siempre me encontraba en los trayectos. Bien solas o de forma mucho más habitual por parejas, eran una presencia tan familiar que los amigos que compartíamos viaje hasta jugábamos a ver quién las veía antes.
Tampoco había rastro del grupo de jóvenes que ocupaba invariablemente la última fila, ni de aquellos que se quedaban en alguna parada del camino, despidiéndose en voz alta de su compañero de butaca para que todos los del autobús -que también habíamos oído sin poder evitarlo de dónde eran, desde cuándo no viajaban y qué les esperaba en los próximos días-, nos diéramos también por despedidos. Me encontré recordando a aquella mujer que para mi sorpresa llevaba a una gallina en su cesta. Despertó todas mis simpatías en aquellos días en los que me sentía Paco Martínez Soria de camino a la capital.
Los habituales viajeros de autobús habían cambiado mucho. «Ahora podríamos jugar a adivinar cuántos países estamos aquí representados», pensé. También los pasajeros de antes habíamos cambiado. Antes era habitual presentarse a tu compañero de al lado e intercambiar unas palabras de cortesía que en ocasiones derivaban en interesantes conversaciones, o en insufribles escuchas, que de todo había. Se escuchaba la música que el conductor elegía, te gustara o no, y lo mismo ocurría con la película. Era imposible sustraerse a ella. Podías intentarlo, distrayéndote con el periódico o alguna revista, pero se requería de un grado de concentración zen superior.
Miré en las rejillas de los asientos de mi alrededor, vacías o con un botellín de agua. Los que leían lo hacían en su tablet o en su móvil.
Fueron más de cuatro horas en un silencio solo interrumpido por las esporádicas visitas al servicio, el gorjeo de los móviles y alguna que otra tos, en las que eché de menos haber llegado a tiempo de coger un asiento con ventana. Hasta que a unos 80 kilómetros de Madrid el autobús comenzó a frenar cada vez con más frecuencia y se paró. «¿Qué ocurre?, «¿dónde estamos?», «¿cuánto falta?». Viajeros que no se habían dirigido la palabra soltaban de sus orejas los auriculares para enterarse. En apenas unos minutos, el autobús despertó de su letargo y ya no volvió a él. Vi a mi antiguo compañero hablando con el de su izquierda. «Igual ahora consigue desahogarse», pensé.
El atasco nos retrasó media hora y aunque yo también lo lamenté como el resto, fue un revulsivo que me hizo creer en que la muerte del prójimo que describía Luigi Zola aún puede resucitar con un imprevisto.