ficción

Entre Sol y Callao

¿Te puedes enamorar entre dos paradas de metro?

Entre Sol y Callao abc

eduardo de rivas

Todo empezó con una sonrisa . Era mi primer verano en Madrid y la ciudad me venía todavía muy grande. Era un chico de provincias que acababa de terminar segundo de bachiller y al que habían colocado de becario en un periódico de barrio. El dueño era amigo de un amigo de mis padres o familia de no sé quién... cosas de los pueblos. El caso es que era el enchufado. Yo lo sabía y parecía que el resto también, como si llevara un letrero en la frente que lo pregonara allá por donde fuera. Un soñador que llegaba a la capital con ganas de triunfar pero que ni siquiera sabía cómo funcionaba el metro . En mi tierra no había de eso, aunque por no haber no había casi ni autobuses, así que me costó bastante acostumbrarme a eso de circular bajo tierra sin referencias. El planillo que me dio mi compañero de piso se conviritó en mi mejor amigo, y eso que el trayecto de mi casa al trabajo era solo de cuatro paradas. Lavapiés, Sol, Callao, Plaza España.

1 de julio en Madrid, hora punta, pero no demasiada gente en el metro. Poca para lo que yo esperaba, aunque ya me explicaron que la gente huía de la capital en vacaciones. Encontré sitio rápido para sentarme, entre una señora mayor y un hombre encorbatado. Es curioso observar a la gente en el metro . Gente que va, que viene, que convive cada día en el mismo vagón sin saber nada unos de otros. Mirar el móvil, escuchar música, leer un libro o dar el último repaso a los apuntes como excusa para aislarse, para abstraerse casi hasta de uno mismo. Somos capaces mirar a todas partes, de incluso haber visto de arriba a abajo a la persona que teníamos delante y olvidarnos de ella al abandonar el vagón. Vivimos con esa regla no escrita de no mirar fijamente a nadie , pero yo, que siempre he sido muy descarado, miraba a todos lados.

El tren llegó a Sol. Algunos se bajaron, otros entraron y entre la multitud, a una chica se le cayó un libro . Me estiré para cogerlo. «Cien años de soledad». Me sonaba del colegio.

- Gracias - dijo con una sonrisa.

Años después todavía me acuerdo de aquella sonrisa y pongo la misma cara de bobo. Seguro que se dio cuenta, pero tampoco me importó. Se sentó enfrente y abrió el libro. Pelo moreno, ojos verdosos ocultos tras unas gafas de pasta negras. Informal pero arreglada, con un vestidito ni corto ni largo. No dejé de mirarla hasta que se bajó una parada después.

Callao. Me quedaba una para salir otra vez a la superficie y buscar la redacción. Calle de la Princesa, 12. Mi compañero de piso me había dado algunas indicaciones para llegar. Nada más salir del metro, a la izquierda y todo recto. «Hasta un tonto sabría llegar», me dijo.

Eran poco más de las nueve de la mañana cuando llegué a la redacción. El director aún no estaba y me dijeron que le esperara. No llegó hasta las 11 y no me recibió hasta las 12. Hablé con él poco más de diez minutos hasta que entró en su despacho el redactor jefe diciendo que había pasado no me acuerdo qué en no me acuerdo dónde, así que me pidió que volviese al día siguiente y ya me presentaría a mis futuros compañeros.

Como un «déjà vu», a la mañana siguiente volvió a sonar el despertador a las 7.30 de la mañana e hice el mismo camino del día anterior. 200 metros caminando hasta la boca de metro de Lavapiés, cuatro paradas hasta Plaza de España y otros tantos metros a pie hasta la redacción. Y en Sol, volvió a subirse ella . Esta vez con unos vaqueros, zapatos de tacón no muy alto y una camiseta roja con algo de escote. «Lee rápido», pensé, porque había cambiado el libro del día anterior por uno mucho más fino . «Papel mojado» de J.J. Millás. Ese sí que no lo conocía. Volví a fijarme en ella. Pasaba las hojas como si tuvieran letras en vez de palabras y en los dos minutos que había entre Sol y Callao se había leído seis páginas.

Llegué a la redacción y ese día sí me presentaron a mis compañeros. Era el único becario de un periódico que nunca tenía becarios, así que todos entendían por qué estaba allí. Juan, mi supervisor, un hombre de unos 45 años, también lo sabía y no me recibió de muy buenas formas.

- ¿Ves la habitación de allí al fondo? - me preguntó señalando al final del pasillo

- Sí

- Es la cafetería. Apréndete bien el camino porque vas a llevar muchos cafés

Sonreí. Pensaba que no hablaba en serio, aunque no tenía mucha pinta de estar de broma. Y no lo estaba. Aquella fue mi dinámica durante los tres meses que iba a tener por delante. Llevar cafés, hacer alguna que otra fotocopia y guardar cosas en cajas . Se mudaban de oficina y algo me hacía creer que me tocaría hacer de mozo. No me equivoqué.

Aquel día volví sin mucho ánimo a casa, pero me levanté al día siguiente con ganas de más. Llámenme masoquista o soñador, pero no perdía la esperanza de que me dejasen hacer algo útil alguna vez. Me puse otra vez delante de mis cuatro paradas de metro y en Sol volvió a aparecer ella. Misma hora, mismo vagón y mismo asiento, pero distinto libro . «El año en que me enamoré de todas». Me hizo gracia el título y creo que se dio cuenta porque levantó la mirada y me devolvió la sonrisa justo antes de levantarse y bajarse en Callao.

Así cada mañana, de lunes a viernes, me despertaba con más ganas de coger el metro que de ir a trabajar . Solo por ver a aquella chica entrar en el vagón, sentarse delante de mí con sus gafitas y empezar a leer. Las semanas pasaban y yo me obsesionaba más y más con ella , viéndola cada día con un libro diferente, con esa medio sonrisa que se le dibujaba en los labios al pasar una página, ese gesto fruncido cuando no entendía algo y esa emoción que se adivinaba en los ojos cuando se acercaba a las últimas páginas.

Pensé en decirle algo, pero no sabía cómo . Nunca fui muy atrevido para esas cosas. En el pueblo todo era más sencillo... todos nos conocíamos, no había que buscar un pretexto para sacar hablar con alguien; simplemente lo hacías, pero esto era diferente. Qué decir, cómo o cuándo era clave y yo no sabía responder a ninguna de esas preguntas . Le hablé de ella a mi compañero de piso. En los dos meses que llevaba viviendo con él había visto salir a seis chicas diferentes de su habitación, así que de aquello algo tenía que saber.

- ¿Le gusta leer? Pues lee

¿Leer y ya está? ¿No tenía más? No lo entendí bien hasta que paré a pensarlo. Encontrar un tema común de conversación , algo que pudiera hacer que fuese ella la que se fijase en mí y no yo en ella, como llevaba pasando los últimos meses.

El día siguiente sería crucial. Preparé un libro , el que había comprado esa tarde en la librería que había enfrente de mi casa y del que había leído ya unas pocas páginas para que no pareciese que lo acababa de empezar. Me sentía como un niño con juguete nuevo; no paraba de cogerlo y dejarlo. Estaba nervioso y no conseguí dormirme hasta entradas las dos de la mañana, pero no me costó levantarme cuando sonó la alarma. Llevaba mucho tiempo pensando en el día que oiría su voz y había llegado .

Llegué puntual al metro, con el corazón acelerado. Lavapiés… los nervios aumentaban conforme pasaban los minutos. Sol… allí estaba ella . Era el momento de empezar la actuación. Se sentó enfrente, como siempre, y sacó su libro. Lo diferente es que esa vez fue ella la que se fijó en lo que yo leía. Yo disimulaba, hacía como que leía aunque en realidad no paraba de mirarla, de ver si se fijaba o no en lo que yo hacía. Y sí, lo estaba haciendo. Quería decirle algo, pero las palabras seguían sin salirme, aunque aquello estaba funcionando, así que por la tarde volví a la librería. Desheché el libro que llevaba y compré otro, el que más me llamó la atención, «A través del espejo y lo que Alicia encontró allí».

A la mañana siguiente, algo ella cambió su ritual. En vez de sentarse enfrente, lo hizo a mi lado. Se volvió a fijar en mi libro y entonces oí su voz .

- Me gustó más el primero

¿Primero? ¿Qué primero? ¿De qué estaba hablando?

- A mí también

No tenía ni idea de lo que estaba diciendo.

- ¿No es la primera vez que lo lees? Entonces me podrás decir cómo acaba, que yo nunca terminé de leerlo...

Ahí noté que había metido la pata e intenté salir como pude .

- Esto… si quieres mañana, que creo que te bajas aquí, ¿no?

Estábamos llegando a Callao. Me salvó la campana.

- Sí. Esta es mi parada

- ¿Nos vemos mañana?

- Como todos los días

Aquellas cuatro palabras sonaron en mi cabeza durante todo el día y toda la noche. «Como todos los días». La imagen de su sonrisa no se iba de mi cabeza y mis nervios aumentaban conforme pasaban las horas. ¿Era una cita? No lo sabía, pero me daba igual. Yo seguía leyéndome el libro para contarle el final al día siguiente.

Cuando sonó el despertador por la mañana, ya había abierto los ojos. Desayuné algo rápido, tenía el estómago cerrado, y tiré hacia el metro. Llegué antes de lo habitual y tuve que esperar a otro tren. No era el de siempre. Pero en el siguiente sí me monté.

Lavapiés… Sol… Callao… no apareció . Tampoco al día siguiente, ni al otro… han pasado seis años desde aquella sonrisa y aquellas cuatro palabras, y todavía no ha vuelto. Pero cada mañana sigo haciendo el mismo trayecto, esperando que aparezca algún día y le cuente el final del único libro que conseguí terminar.

Entre Sol y Callao

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