Relato de Verano
Bournemouth
A veces piensas en empaparlo todo con gasolina y arrojar una cerilla encima. Cuando eso pasa, lo mejor es comprar un billete a cualquier parte e irte lejos, lo más lejos posible
A veces piensas en empaparlo todo con gasolina y arrojar una cerilla encima. Cuando eso pasa, lo mejor es comprar un billete a cualquier parte e irte lejos, lo más lejos posible. Lo malo es que las soleadas playas de Bali resultan demasiado inalcanzables cuando tienes 20 años y los bolsillos vueltos del revés. Así que tocaba pensar una alternativa. En mi caso, la solución apareció escrita con letras de color naranja brillante en una de las pareces de la grisácea facultad en la que estudiaba tercero de Periodismo. «Aprende inglés en Bournemouth». Ofrecían pago a plazos y encima el nombre era lo suficientemente impronunciable como para desanimar a la gente a preguntar luego por el viaje. Fantástico.
Costó poco convencer a mis padres de que subvencionarme una estancia en un pueblecito de la costa sur de Inglaterra sería la oportunidad perfecta para practicar mi casi inexistente inglés. En pocas horas cerré los detalles con la agencia, que me aseguró que me encontraría un alojamiento sin españoles para que la inmersión fuera completa, y reservé un vuelo a Londres en la aerolínea más barata que pude encontrar. La suerte estaba echada: salía del nido. Por pocos días, pero salía.
La tierra parecía derretirse por momentos cuando mi avión despegó del aeropuerto de Barajas para un claustrofóbico viaje en el que pude gozar de todas las incomodidades del que viaja sin un céntimo en la cartera. La primera parada era el aeropuerto de Luton, a más de una hora de distancia de mi siguiente destino: Victoria Coach Station, una andrajosa estación en el centro de Londres donde, tras sobrevivir a la infecta pensión en la que pasé la noche, tomé un bus que me depositaría (¡por fin!) en Bournemouth.
No estaba tan mal el lugar impronunciable, después de todo. El calor no quemaba los pulmones como si estuvieras haciendo una barbacoa en el infierno, lo cual era un buen presagio para cualquiera que haya conocido las bondades del clima de Madrid en agosto. Además, mis temores sobre el alojamiento que la agencia de viajes me habría adjudicado se fueron disipando poco a poco mientras arrastraba por la calle mi maleta de color verde chillón —«vómito de Kiwi», lo llamó mi hermano en un arrebato de ingenuo impropio de un adolescente capaz de repetir tres veces segundo de la E.S.O.— entre una sucesión de pintorescos chalets ajardinados
Por una vez mi sentido arácnido no me falló. La casa, más bien una pequeña mansión, parecía sacada de la típica película americana de tórridas fiestas adolescentes: tres plantas y un jardín en el que ya imaginaba fiestas apoteósicas. Un pensamiento que supo leer en mi mirada el hindú que me entregó las llaves, un tipo vivaracho que dijo llamarse Mr. Pattel y que me exigió memorizar las normas de la casa, escritas en un papel enmarcado en el recibidor. Tras recordarme por última vez que si encendía un cigarrillo en la casa haría saltar la alarma y provocaría que los bomberos cayeran en tromba sobre mí —cosa que pagaría de mi bolsillo—, me aseguró que estaría solo hasta la tarde, y me dejó solo con mis pensamientos.
Aproveché para comenzar a explorar la casa con detalle. No solo era grande, sino que estaba recién reformada: muebles nuevos, cuartos de baño a estrenar y una amplia cocina, cuya pieza estrella era un monstruoso horno de gas que parecía capaz de asar un búfalo en cuarenta segundos. Decidí evitar el impulso inmediato de probarlo —nunca había utilizado uno armatoste así y aún tenía muy fresco el vehemente aviso de Pattel sobre los bomberos— y aprovechar para descansar un rato antes de la llegada de los «partners», así que hice lo más imprevisible que puede hacer un adolescente solo en una casa inmensa y en un país extranjero: elegir la mejor habitación y echar un sueñecito.
Me despertó un estruendo que hacía presagiar el final del mundo, y una maraña de voces en un acento suave y melodioso. Decidí salir de mi búnker y echar un vistazo.
— Emm. ¡Hola!
— Coño, ¡si hay alguien!, contestó una voz al fondo de las escaleras.
El dueño de la voz resultó ser un tipo alto, fornido y con cuerpo de surfista, que se presentó como Marcos, natural de Orense, y que venía acompañado por dos amigos suyos, Juanmi y otro al que llamaban «El Maliki», con los que se comunicaba en un castellano con un cerradísimo acento gallego. Tras recordar los tres de la promesa de la agencia de no mezclar a españoles en la misma casa, decidimos echar un vistazo en profundidad a la casa, que rápidamente derivó en una búsqueda desesperada del mejor rincón para encender un cigarrillo sin encender la alarma. En esas estábamos cuando aparecieron dos chicas que pronunciaron las primeras palabras en inglés que oí en aquella casa —Mr. Pattel hablaba un castellano con acento latino—: «Hi!. We are from Brussels».