Orejas muertas
UNA DE OREJA
Muchas tabernitas ya no están, otras han cambiado tuneándose la identidad y hasta el tuétano
Crecer con Madrid es crecer con los bares en los que se socializó. Muchos ya no están, otros han cambiado tuneándose la identidad y hasta el tuétano. Y los que ya no están eran esas tabernitas que se no se han querido ver morir. Con ... un crujido «de adiós» en la puerta que era, también, un funeral de algo de nosotros mismos. Acaso la parte más nuestra.
Tabernita de Moratín, La Fetén, con sus tertulias improvisadas que acaban tarde, y bien, y con batatas a deshoras. Con Yaser, que fue bailador del Ballet de La Habana y parlaba un acento que mixturaba el madrileño y el habanero y lo que le daba la sinhueso acababa siendo un andaluz como más fino. Cristina, vasca militante, daba sus zapateados y soltaba sus diatribas con su pelliza, «cara, cara», guardada en el rincón en el que menos le llegará el olor a guiso que es, también, el olor a vida. Se dejaba caer las más noches 'You' o Joe, así, sin nombre de pila, un pescadero que venía de Mercamadrid con olor a madrugada, pescado, yodo, y que bajaba «lunear al perro» como el que «baja a por tabaco». El perro era un sabueso de madrugadas, feo como un nublado; entrañable también.
Sigamos. El Bar Waldo de cerca del paseo de los Melancólicos, junto a la gasolinera. Regentado por Jose, gallego corto y largo, que me alimentó los primeros años en Madrid. Se le metían gasolineros, taxistas que conducían con un brazo y una querida que creemos que vivía en un aposento en el almacén de abajo. Aunque ahí no llegó jamás la oreja. Nobleza obliga. Jose, antiguo empleado de los trenes borregueros, tenían un truco para comercializar el agua de Granada aquí en la capital, que dicen que es milagrosa. Un día José desapareció y nadie, ni las veinteañeras peripuestas a las que piropeaba, volvió a saber nada de él.
Desde antaño, sin saberlo, se ha puesto la oreja en esos locales que ya no son y fueron parte de la ciudad. La tasquita de Alfonso y Araceli en la Glorieta de Bilbao con sus porteros metomentodo y alguien que llegaba con su monotema de marras. Estudiantes que descubrían la madurez con palomitas rancias. Allí Luis Eduardo Siles y Juan A. Tirado conocieron la renuncia del Papa Benedicto desde un aparato de radio, y los dos se enzarzaron en una lección de Teología. Siles no era de pagar por una cuestión casi biológica, pero seguía allí hablando del Vaticano y sonsacando al otro a qué publicación le iba a «pegar el palo».
Por los bulevares los estudiantes entraban, abrevaban vermut de la frasquita de Alfonso y asistían a esa zarzuela diaria que siempre acababa con un portero de finca mosqueado y un experto en trenes que soltaban el monólogo aprendido.
Todos estos bares, donde fuimos más orejas que clientes, murieron. Quizá habiten (ellos, no sus dueños) un cielo de bares que ha de existir seguro.
Esta funcionalidad es sólo para suscriptores
Suscribete
Esta funcionalidad es sólo para suscriptores
Suscribete