Tiempos disruptivos y retos del Derecho y la Abogacía, ¿abrimos el debate?

Si el ser humano es calificado como ser moral no es por su naturaleza, sino por su capacidad de trascender con respecto de lo natural

Exterior del Casino de Madrid, donde tendrá lugar la charla Ignacio Gil

Federico de Montalvo Jääskeläinen

Nadie puede negar que la disrupción es el término más adecuado para resumir en un vocablo los tiempos que estamos viviendo, aunque no está de más recordar también, para mitigar la inquietud o, incluso, desazón distópica que tal expresión suele generar, que el hombre ha estado siempre en constante disrupción. Si el ser humano es calificado como ser moral, diferente de los animales, no es por su naturaleza, sus rasgos naturales, sino por su capacidad de trascender con respecto de lo natural, ya que lo específico del hombre es confrontarse y no tanto adaptarse al entorno. Somos seres transformativos y no meramente adaptativos y esto es precisamente lo que nos distingue del resto de especies que nos rodean, por lo que la disrupción es consustancial al ser humano.

Sin embargo, la actual disrupción a la que nos enfrentamos ofrece una capacidad de innovación y transformación, tanto a nivel tecnológico como biológico, que es imposible encontrar en la propia Historia de la humanidad.

En este nuevo e inquietante entorno hay, ciertamente, elementos para la intranquilidad, entre ellos, la vuelta a un nuevo paradigma cientifista como el que vivimos a principios del siglo XX y que tuvo consecuencias tan funestas para el ser humano. Bajo este paradigma pretende explicarse todo en clave de ciencia, formulándose propuestas ideológicas, éticas y jurídicas a partir de resultados científicos. Y así, no es lo mismo afirmar que compartimos gran parte de nuestro genoma con muchas otras especies que sostener que somos una especie animal más. Lo primero es ciencia y lo segundo filosofía o ideología y estos conceptos se confunden o mezclan intencionadamente cada vez más. Vivimos, al amparo de dicho paradigma, lo que se ha calificado de doble embrutecimiento: hacia arriba, al pretender ser dioses y alterar sin límites la naturaleza humana (el poshumanismo biónico), y hacia abajo, al sostener que todo comportamiento humano puede explicarse por la biología evolutiva (el poshumanismo zoocéntrico). Este poshumanismo niega nuestra propia condición para equipararnos al animal y a la máquina.

Además, en este nuevo entorno disruptivo, se recurre sutilmente a un nuevo lenguaje que, sin embargo, incorpora confusamente viejos términos que en nuestra tradición jurídica habíamos reservado para destacar la propia especificidad del ser humano, lo cual, sino no se repara en ello, puede tener graves consecuencias. Así lo ha denunciado hace unos meses el Grupo Europeo de Ética (EGE) de la UE en relación con el término «tecnología autónoma» que tanto se usa en el ámbito de la robótica y la inteligencia artificial. Nos recuerda el EGE que el concepto « autonomía » tiene un origen filosófico y se refiere a la capacidad que tienen las personas humanas para legislarse a sí mismas, para formular, pensar y elegir normas, reglas y leyes que ellos mismos deben cumplir. Este concepto abarca el derecho a ser libre para establecer estándares, objetivos y propósitos de vida propios. Notablemente, aquellos procesos cognitivos que sustentan y facilitan la autonomía están entre los más estrechamente relacionados con la dignidad de las personas, la agencia humana y la actividad humana por excelencia. Por lo general, estos procesos comprenden las capacidades de autoconocimiento y autoconciencia, que a su vez están íntimamente relacionadas con motivos y valores personales. Por lo tanto, la autonomía, en el sentido ética y jurídicamente relevante de la palabra, solo puede ser atribuida a los seres humanos, resultando inapropiado utilizarlo para referirse a meros artefactos, aunque se trate de sistemas adaptativos complejos muy avanzados o incluso «inteligentes». La autonomía , en su sentido original, es un aspecto importante de la dignidad humana que no debe relativizarse y dado que ningún artefacto o sistema inteligente puede ser considerado «autónomo» en el sentido ético original, tampoco puede ser considerado titular de la moralidad y dignidad humana.

La pregunta clave, en estos tiempos disruptivos, es, en definitiva, la que acertadamente formuló hace poco tiempo Jürgen Habermas : ¿queremos con dichos avances científicos intervenir en la naturaleza del ser humano como un incremento de la libertad necesitado de regulación normativa o como una autoinvestidura de poderes para llevar a cabo unas transformaciones que dependan de las preferencias y no necesiten de ninguna autolimitación ?, es decir, ¿queremos mejorar la vida de los seres humanos a partir de una profunda reflexión ético-jurídica o queremos jugar a ser dioses ?

El Derecho, pues, como nos indica el filósofo de Düsseldorf ha de ocupar un papel sustancial en todo este cambio y la incógnita es si está preparado el viejo Derecho y los que lo ejercen profesionalmente para afrontar los nuevos e inauditos retos que nos plantea la disrupción biotecnológica. Esta cuestión y otras muy relacionadas son las que precisamente abordaremos el próximo 25 de junio días en el debate sobre transformación digital de la Abogacía y el Derecho: ¿realidad o ficción?, organizado por ICADE Asociación Profesional.

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