Madrinas contra el Covid-19: «Me da mucha vergüenza pedir ayuda, pero no tengo otro remedio»

72 voluntarios atienden las necesidades básicas de 3.200 vecinos del barrio de Lavapiés que se encuentran en una situación de vulnerabilidad

Una voluntaria y una beneficiaria, en Lavapiés ISABEL PERMUY

Carlota Barcala

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Las pulsaciones de Mercedes aumentan con cada escalón que sube. Agarrada al pasamanos, su respiración se agita y se hace cada vez más profunda a medida que los peldaños que la separan de la puerta de entrada de su casa se reducen. Después de cada tramo, debe parar para coger aire: se retira la mascarilla para inhalar mejor y, cuando cree que es suficiente, continúa, sin soltar su mano de la barandilla de metal. Tiene 71 años y vive en un tercero de una angosta calle de Lavapiés. Antes de entrar en el que es su hogar –aunque ella no lo siente como tal– desde hace ocho años muestra el contenido de su monedero: solo tiene 70 céntimos . Por ese motivo hace ya mes y medio tuvo que dar un grito de auxilio y pedir ayuda. Leonie, voluntaria de la plataforma La CuBa, que reclama auxilio al Consistorio, la «amadrinó» y, cada día, se encarga de saber qué le hace falta: comida, medicina o un piso en el que pasar lo que le queda de vida . Ya le está ayudando a buscarlo.

La historia de Mercedes está marcada por los golpes, la caridad y la pobreza social. A pesar de todo, la septuagenaria se encarga de repetir, una y otra vez, que nunca ha sido infeliz. Cada viernes desde hace ocho años, pide a las puertas de Jesús de Medinaceli para comer. Su madre murió cuando ella tenía 56 años y, en ese momento, la mala fortuna le echó el ojo: cayó en depresión y firmó unos papeles en su trabajo que resultaron ser su despido, cuando ella pensaba que eran la baja por enfermedad. Tuvo que dejar de pagar la hipoteca de un piso que había comprado en Vallecas. Con el finiquito, sus ahorros, la venta de todas sus joyas y una pequeña minusvalía, seguía pagando las facturas, hasta que la cuenta bancaria se quedó en números rojos.

Con su hijo, de 46 años, comparte cama en el salón de su piso, decorado solo con un colchón y unas sillas de plástico. «Él tiene trastornos de personalidad y depresión crónica, además de una cadera rota y es diabético», afirma Mercedes. Sus ojos son el reflejo de la tristeza. «Nunca se me han caído los anillos por trabajar en lo que fuese ni me da vergüenza ir a pedir. Tenemos que sobrevivir», cuenta ella. Debido a la diabetes, su hijo debe seguir una dieta equilibrada. Todo lo que consigue en la parroquia lo destina a la alimentación de su vástago. Todavía recuerda, y quizás nunca lo olvide, cómo pasaron los años a la luz de las velas cuando le cortaron la electricidad en Vallecas . Su día a día era escuchar una pequeña radio portátil, hasta que llegó la orden de desahucio. También recuerda los golpes de su exmarido, ya fallecido. «En una paliza», le «reventó» el oído. «No hemos sido infelices, aunque parezca mentira», repite ella.

En su piso, por el que paga 388 euros mensuales, vive, además, con dos senegaleses (para los que solo tiene buenas palabras) y una marroquí. No guarda fotos de su vida, pero sí atesora libros, que coloca con mimo en un pequeño aparador en el recibidor, también con función de comedor. Leonie escucha con atención toda su historia, aunque ya se la sabe.

Desde que el coronavirus se instaló en Madrid, y con él la crisis social, esta productora audiovisual se convirtió en madrina, voluntaria de La CuBa , que se ha hecho cargo de las necesidades de catorce familias del centro de Madrid. Como ella, en la plataforma trabajan, sin cobrar ninguna remuneración, 72 moradores que hacen casi la labor de agentes sociales, tratando de paliar la crisis o, al menos, reducir sus efectos. Cada uno de ellos, llama al vecino que ha solicitado su ayuda, sigue su historia y cubre, hasta dentro de sus posibilidades, sus necesidades básicas. En total, atienden a 3.200 personas que están sufriendo las devastadoras consecuencias del patógeno.

Hace mes y medio que Leonie y Mercedes se conocieron. Desde entonces, ella es casi como su hija. Ahora, la está ayudando a encontrar un piso mejor en el que vivir. Una ardua tarea, ya que Mercedes no puede pagar más de 500 euros al mes. Su hijo lleva desde los 22 años sin trabajar a causa de su enfermedad y no recibe ningún ingreso. «He solicitado una vivienda social, pero no he salido en el sorteo» , explica. «No te preocupes, seguro que vamos a conseguir una», le dice Leonie, tratando de insuflarle ánimos. Mercedes se deshace en elogios hacia su madrina: «Es maravillosa, excelente, educada... Sabe estar a la altura de cualquiera con un trato magnífico». Si su vida diese un vuelco de 180 grados, lo primero que haría no sería irse a un buen restaurante ni viajar: «Tendería la mano a todos los que me han estado ayudando».

Después de ir a su casa y citarla para entregarle alimentos, Leonie vuelve a la CuBa, que se asentaba en el Teatro del Barrio hasta el domingo pasado. A la llegada, recibiendo a todos los amadrinados que pasan a recoger su lote de comida semanal, está Bea, organizadora de puerta y jefa de uno de los grupos de madrinas: hay ocho con nueve madrinas cada uno. Cada día reciben la petición de ayuda de diez familias nuevas , después de que en el barrio se haya corrido la voz de la labor que hacen. No pueden ayudarlos a todos, aunque le gustaría. «Necesitamos ayuda de la Administración», dice, en tono casi de súplica, Bea: «Todo esto deberían hacerlo ellos, nosotros solo podemos poner un parche temporal». Hacen labores también de asesoría laboral, legal y psicológica, en colaboración con otras organizaciones. «Es muy triste. Lo hemos vivido los últimos meses y sabemos cómo está la situación en cada una de las casas cuyos moradores vienen a pedirnos ayuda. Es otro mundo. No lo ves en la calle eso», afirma Bea.

Sin comida y sin papeles

Cada día, las madrinas y otros voluntarios de La CuBa reciben hasta 200 kilos de alimentos, que reparten a las personas que están citadas. Touba es uno, bajo la tutela de Bea. Senegalés, se quedó en el paro cuando llegó el coronavirus. Vive con su mujer, sus dos hermanos y su hija de dos años, pero no tiene para comer y, además, ellos carecen de tienen papeles. Reclama, sobre todo, productos de limpieza y pañales para la pequeña.

Enrique, de 75 años, es otro de los amadrinados, en este caso por Pilar. Es la primera vez que acude, aunque afirma que le da vergüenza. «Pero no tengo otro remedio. Es muy triste», puntualiza. Él ha sido autónomo y, ahora, ya jubilado, su pensión de 648 euros no le alcanza para pagar el alquiler, de 700, algo que antes hacían con el sueldo de su pareja, en paro. «La vida se ha torcido», dice.

El teatro ha vuelto a sus funciones culturales y estas madrinas solicitaron un local al Consistorio, que no le dio respuesta y las emplazó a irse a la Tabacalera, dependiente del Gobierno. Ha sido un vecino el que les ha prestado, de forma gratuita, un espacio en la calle de Argumosa para que continúen con su tarea, aunque desde la plataforma aseguran que no saben cuánto tiempo podrán hacer uso de él.

«Es una solución provisional. Mantenemos la necesidad de un espacio público para poder seguir funcionando. Le seguiremos reclamando al Ayuntamiento un local municipal que se encuentre vacío y disponible en el barrio de Lavapiés. Tenemos constancia de que al menos hay dos en desuso en los que podríamos instalar la despensa», indican desde La CuBa. Lo que sí ha hecho ya el Consistorio es poner a su disposición un local de 30 metros cuadrados en el que instalarán sus oficinas pero, por el tamaño, no lo pueden emplear para hacer el uso de labor social.

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