Libreros de viejo: El espejismo romántico del negocio de la palabra impresa

ABC recorre algunas de las librerías más icónicas de Madrid, referentes para bibliófilos y coleccionistas nostálgicos del papel y la tinta

Belén Bardón sobre el mostrador de la librería Bardón (Plaza de San Martín, 3) IGNACIO GIL
Adrián Delgado

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Nunca se sabe cuándo fueron cerrados por última vez ni de quién fueron las manos que desgranaron sus páginas. Pero cada vez que un libro viejo oye crujir su lomo se despierta toda una maquinaria sensorial. No es solo el tacto que descubre lo ajado, o no, del documento. Tampoco la agudeza visual que se detiene en detalles que, salvo por la longevidad, pasarían inadvertidos. Ni la memoria olfativa que golpea la curiosidad como el amoniaco hace despertar al boxeador noqueado. Olores que la nariz de un perfumista podría separar en madera, tabaco, tal vez el dulce de la vainilla...

Entrar en la Librería Bardón es agitar la coctelera con el elixir que hace adictos a los bibliófilos. «Es un veneno. Así lo definía mi padre», recuerda Belén Bardón, tras su triste pérdida hace solo un mes, como quien revive en la memoria un momento feliz. Nieta e hija de dos Luises Bardón –Mesa y López–, ella y su hermana Alicia encarnan la tercera generación del negocio más romántico de la plaza de San Martín, al que no auguran para sus hijos el futuro que hoy defienden ellas. Son una «rara avis».

Para ella hay algo más que el «fetiche» del soporte. « El que ama los libros lo hace por su contenido, aunque haya encuadernaciones que son verdaderas obras de arte», explica rodeada de una torre papel y tinta que cubre, de suelo a techo, las cuatro paredes que fundó su abuelo en 1946. No se sabe bien qué soporta el peso de qué: si los libros a las estanterías de madera o viceversa. El volumen de ejemplares –no están todos los que son, unos 30.000– abruma al que visita esta tienda por primera vez. «La gente tiene pudor a entrar, a preguntar. Estamos aquí para asesorar, para guiar al que aún no es coleccionista», explica justo antes de que un joven traspase el umbral pidiendo ayuda: «A mi chica le gustan mucho los libros. Quiero hacerle un regalo». Pese a los prejuicios que hacen brillar el halo de exclusividad que acompaña esta afición, Belén asegura que es un mundo más «accesible» de lo que un neófito en la materia cree. «Hay ejemplares deliciosos desde 50 euros», explica con un grueso taco de fichas entre las manos en el que está todo lo que guardan de Cervantes.

Guillermo Blázquez estudia una de las cartas de los Reyes Católicos que atesora en sus vastos fondos IGNACIO GIL

Sea cual sea su valor, en este oficio del que cada vez viven menos en Madrid se da una compleja paradoja en sus propietarios: compradores y vendedores, pero a la vez ávidos coleccionistas. «Para mi padre vender un buen libro era una desgracia. Se quedaba realmente triste», ilustra Belén sobre la contradicción que supone vivir de una pasión. La misma que comparte, desde muy temprana edad Guillermo Blázquez , contemporáneo de Luis Bardón López, a quien sus propios colegas señalan como todo un «referente» en España. Acaba de llegar de viaje en busca de nuevas piezas que completen su oferta de libros «singulares» que compra y vende aquí y en el extranjero. Aún recuerda con resignación haber tenido que poner en otras manos cuatro cartas autógrafas de Napoleón a Carlos IV «para ponerle precio al reino de España».

«Lo importante para ser un buen librero es tener interés por el conocimiento», defiende sobre su oficio, en el que empezó a los 15 años, de librería en librería , pateando las calles del Madrid de mediados del siglo pasado. En 1968 abrió el espacio que hoy regenta –un despacho en el que solo se atiende con cita previa–, justo enfrente del Congreso de los Diputados. En él atiende a un «círculo cada vez más cerrado» de clientes, muchos de ellos internacionales. Ediciones raras, incunables, postincunables y primeras impresiones, además de un importante compendio de  manuscritos y documentos históricos, ejecutorias, cartas de nobleza, autógrafos reales y literarios, aguardan en sus vastos fondos. «Quien quiera iniciarse en este mundo puede hacerlo con buenos libros, pero malos ejemplares, con los que pillarle el gusto –que curiosamente también define como “veneno”–. Así lo hice yo», explica, precisamente, uno de los libreros especializados en piezas únicas.

Entre el «horror vacui» de sus estanterías, presume de verdaderas joyas que «ni siquiera tiene la Biblioteca Nacional». Entre ellas destaca una traducción al castellano de 1546 del cuarto capítulo del «Filocolo» de Boccaccio –que tiene a la venta en su catálogo por 18.000 euros– o un ejemplar completo de una Biblia incunable datada entorno a 1493 e impresa en Nuremberg, con una primera hoja iluminada –por 15.000 euros– que muestra a ABC como ejemplo. Solo son dos de los libros «raros» que atesora en sus fondos. Ninguno de ellos se puede comprar en su página web. «Internet ha desvirtuado el negocio del libro. Por su naturaleza, quiebra la confianza que siempre ha tenido el bibliófilo en la figura del librero. Hay mucho trapicheo», asegura.

Contexto internacional

Blázquez, como Belén Bardón, destaca el peso que tienen las librerías de viejo madrileñas respecto al resto de España. Sin embargo, reconocen el papel secundario que el sector español tiene en el contexto internacional. «El gran mercado está en el mundo anglosajón. El inglés lo domina todo. Sin embargo, España es muy atractiva en la relación calidad-precio», explica Manuel Sánchez, de la Librería Santiago . Como los anteriores, forma parte de la International League of Antiquarian Booksellers, una asociación que representa a los profesionales más importantes del mundo. Sánchez, que además es el presidente del Gremio Madrileño de Libreros de Viejo, ni siquiera tiene una página web informativa. «Hay una enorme competencia desleal e intrusismo». Su despacho, como el de Blázquez, no tiene acceso directo por la calle. «Mis clientes, muchos de ellos amigos, ya saben dónde encontrarme. Entre ellos hay bastantes profesores universitarios», explica sobre el perfil de sus compradores.

Su público más joven, que no es el mayoritario, tiene de media 40 años «salvo contados casos». «Cada vez hay menos relevo generacional entre nuestros clientes» , apunta con «verdadero miedo» a que el oficio de librero pueda desaparecer. «Nuestro objetivo es fomentar la afición», dice, reconociendo haber hecho rebajas significativas de precio a clientes jóvenes que apuntan ya esa pasión con la que empezó este licenciado en Derecho al que no unen lazos de sangre con este oficio. Su amor por los libros, como a otros colegas, le hace cambiar el gesto al recordar alguna de las piezas que ha vendido. «Aún me duele una primera edición de El Lazarillo de 1554», confiesa.

A quienes sí une un vínculo familiar con el noble oficio es a María José y José Manuel Blas, herederos del fervor de su padre, fundador de la céntrica Librería Prado . «Tener un espacio físico aporta confianza en un momento en el que están cerrando tantas librerías», defiende María José. «Nos han salido los dientes entre libros», defiende como uno de los ejemplos del relevo generacional para mantener vivo su gremio. Hasta su tienda, que sí vende por internet con la «garantía» que la experiencia les avala, llegan coleccionistas de todo tipo. Adictos al papel antiguo que aún prefieren mancharse las manos a deslizar su dedo por una pantalla.

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