Lavapiés: Paisaje después del conflicto
«Hay algo hostil, por aquietado, en este barrio, y hay algo inhóspito, por elemental, en su Plaza de Nelson Mandela»
En la calle del Oso, donde nació Pilar Cuesta, Ana Belén para los siglos, hay flores de ramo desmayado, ahí sobre la acera, dando señal al sitio exacto donde murió el mantero Mame Mbaye, hace unos días. Ahí hay también una copa de velas rojas, por tener avivada su memoria, y hay algún papel con epístolas de compatriotas, o no, que le aluden. Es el ajuar de una muerte inesperada.
Las flores no son ni pocas ni muchas, y no son ni pocas ni muchas las velas, pero las flores y las velas resultan suficientes, o sobrantes, incluso, para que el transeúnte repare en que ahí hubo un muerto. Un muerto reciente. Luego, lo que ha habido es un barrio en pie de conflicto, donde la policía ha hecho lo que ha podido, o lo que le han dejado. Donde el ayuntamiento ha estado cojeante. Donde los antisistema se han puesto el pasamontañas del desorden.
Nos arrimamos a un portal cualquiera, y le damos tecla al telefonillo:
-Que queríamos saber cómo lleva usted estos días de conflicto.
-Mejor llame usted a otro vecino.
Y llamamos a otro vecino, y a otro más, y a un tercero, porque la gente no está para el palique, precisamente. Hasta que al fin una señora consiente, y nos dice que el barrio vive malos años.
-¿Y por qué dice usted malos años, señora?
-No tanto por los inmigrantes sino por la droga. Aquí hay mucho trapicheo de droga.
Lo que ahora se ve en Lavapiés es un paisaje después de la batalla, naturalmente, pero un paisaje que es el de siempre, en la zona, un cruce de callecita tortuosa y locutorio vacío. Hay algo hostil, por aquietado, en este barrio, y hay algo inhóspito, por elemental, en su plaza primera, la Plaza de Nelson Mandela , que es un desierto donde hablan las palomas. De alguna esquina asoma un rastafari que ofrece fumeque diverso, con media palabra, con medio ademán. Pareciera que el barrio se ha ensimismado para siempre, cerrando las ventanas, recogiendo los trapos del tenderete del balcón, dejando quieto su desorden de bicicletas en las fachadas y graffitis en los baretos.
No es de ahora que muchos portales vivan enrejados. Tampoco es de ahora que de pronto un solitario ocupe un banco de las cinco de la tarde para charlar a modo con el propio colocón . En torno, están abiertas varias peluquerías gemelas, bajo la especialidad de «unisex afroamericano», pero parecen locales más bien vacíos, como tantos otros establecimientos de la órbita, entre el sótano de bisuterías y el túnel de perfumistas.
Tiene algo, el barrio, de lugar a punto de cerrar, de laberinto a punto de abrirse. Puede leerse algo fantasmal, en su calma, que es y no es la calma de siempre.
La Plaza de Nelson Mandela se llamaba, antes, Plaza de Lavapiés, y aún así la llaman los vecinos añejos del barrio, que se acostumbran antes a los usos nuevos del barrio que a los birlibirloques de los nombres del callejero. Quiero decir que los nuevos usos son los manteros que zigzaguean, la clientela de los conciertos de «Les fréres guissé», en la sala Juglar, o en otra, los portales de mucho ajetreo y la sorpresa, o el susto, de algunos rellanos de inmuebles de peligro, según la calle, y la hora. La droga, sí, que va repartiendo por el sitio sus vampiros.
-¿Y ha cambiado algo desde que murió el mantero, señora?.
-Que salimos en los periódicos, eso sí.
Pero el barrio está como estaba. Las manolas de Cuéntame conviven con los zagales del trapicheo, y los jubilados de Marca prueban a pegar la hebra con los senegaleses que enredan en el móvil y suben a Sol a vender rayban falsas. Hay casi doscientas nacionalidades, en un enjambre de veinte calles, y un auge del almacén chino al por mayor.
-¿Y a ver, señora, qué quiere decir que está el barrio como estaba?
-Pues que a veces estas calles son incómodas, hijo. Peligrosas.