De Rodríguez
Escuela de calor
Quiso ir el domingo a La Latina, sentirse castizo, parte de la ciudad agria y dulce que lo acoge desde ya no se acuerda cuándo. Paseó por antiguas calles a 40 grados, en los límites del síncope
El rodríguez volvió de Alicante morenillo , con el alma inflada y un cierto optimismo pasajero que ya le contará al doctor Ruiz en próximas consultas. Se pasó por el local de las dos arroceras alicantinas que le dijo el Tito Luis y era verdad: una era un primor y la otra una ogra levantina, y entre ellas gritos y abrazos en público, que debe ser el espectáculo de la casa. Pero el arroz, lo que era el arroz, estaba fetén y hasta en el alma guarda granos aquí el Rodríguez.
En Alicante hizo lo que se esperaba, puso cara de que le interesaban los nuevos tiempos empresariales, el mundo digital, mientras miraba al mar, la mar, que se divisaba desde la planta octava de un edificio inteligente. Bien en el confortable hotel, se acordó de otra vida suya, de otros hoteles, de días de champán, fresas y rosas. Y se bañó, claro, en el Postiguet. Como conjurando en el Mediterráneo que él iba a ser otro y que en Madrid su rictus iba a cambiar y la vida podía ser maravillosa. Le duró está autoproposición lo que tardó el tren a Madrid; porque fue bajarse en Atocha y recibir un bofetón seco de realidad. Se le secaron los ojos, y el primer taxista, por aquello del Covid, no quiso poner el imprescindible aire acondicionado. Cosas de los nuevos tiempos y de taxistas foráneos y profilácticos.
Y es que el calor de Madrid, con ola o sin ola, mata aquí a nuestro rodríguez, como bien saben él y medio colegio de psiquiatras de Madrid. Lo fulmina, lo cierra en pensamientos circulares y acaba tomando más benzodiazepinas de las recomendables. Pero aún así, quiso ir el domingo a La Latina, sentirse castizo, parte de la ciudad agria y dulce que lo acoge desde ya no se acuerda cuándo. Paseó por antiguas calles a 40 grados, en los límites del síncope. Vio a lo lejos a Rita Maestre y le dio por pensar en el anticlericalismo de Manuel Azaña, porque nuestro rodríguez es culto y tiene referencias culturales para todo lo que le va saliendo al paso en las calles vacías de Madrid. Se fue de verbena, sí, y la verbena pasó a mejor vida.
Le entró, cómo no, esa nostalgia de otras verbenas con su Beatriz, en la flor de la vida, cuando ambos paseaban de la mano y con parpusas por la calle de Toledo y aún los atildados ‘errejoners’ emprendedores no habían inventado el concepto de gastrobar ni se imaginaba que llegaría el día en que colocar un cuadrito de la Virgen de la Paloma iba a ser lo más, lo más ‘vintage’ para estos decoradores de interiores. Ya no están los bares que recuerda, y su paseo lo hundió aún más. Su madrileñismo, antes más acendrado, le hizo ver con lástima a las cuadrillas de ‘pichis’ que daban vueltas en el desierto. Al rodríguez no le hizo bien bajar al centro en domingo festivo, se santiguó a 40 metros de La Paloma y se volvió en el VTC del corazón a sus asuntos.
Llamó su esposa, para hacer como que se interesaba por la ola de calor y la hidratación del rodríguez. Se intercambiaron monosílabos y pasó el resto de la tarde y de la noche viendo una película de Ozores que al menos no le hizo pensar. Salió al balcón, respiró fuego, y empezó a experimentar una ‘saudade’ de aquellos otros veranos en que fue moderadamente feliz, con pelo y con futuro. Era otro Madrid, claro. Y otro Rodríguez.
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