Campamento rumano en un parque infantil: «Defecan los columpios donde juegan los niños»
Los vecinos de Ascao denuncian los malos olores y la basura acumulada por los nuevos «moradores»
Cuando todas las mañanas Teresa se asoma a su terraza, el hartazgo y la impotencia se apoderan de ella debido a la dantesca escena que tiene ante sus ojos. En el parque infantil y las zonas verdes que hay bajo su edificio, en la calle de Luis Ruiz con Francisco Ruano, se ha instalado una pareja de rumanos , con su correspondiente chabola de plástico y cartón que han montado en una esquina del espacio entre árboles y matorrales.
Escondidos entre los arbustos o tirados en el césped, se suceden las escobas, paraguas y papeles usados que los nuevos moradores tiran a destajo. En un lateral, justo en el muro que limita el espacio público con las zonas comunes del edificio de Teresa, los dos inquilinos han colocado también una mesa, dos sillas y una pequeña bañera de plástico para asearse . La casa al aire libre está adornada por alfombras, maletas, sartenes, ollas, edredones y hasta un carrito de muñecos. Los dos rumanos lo niegan, pero algunos de los vecinos del barrio de Ascao aseguran que con ellos vive una niña pequeña . «Cada mañana se juntan diez personas. Desayunan y se reparten las zonas en las que pedir», asegura Teresa, sobre el «modus operandi». La mujer se queja de que el grupo orine y defeque en la entrada peatonal del aparcamiento subterráneo de la plaza, donde muchos de los vecinos tienen sus coches guardados. «Eso es una asquerosidad. Se limpian y dejan los papeles manchados en el suelo, sin recogerlos ni meterlos en una papelera», continúa la mujer.
Para los padres de la zona, el parque se ha convertido en territorio prohibido. Antonio escuadriña a sus dos hijos mientras se suben en los balancines porque le han «obligado» a hacer una parada en la zona de juegos tras salir del colegio. «Hemos dejado de venir. Es incomprensible que se pongan aquí y lo tengan todo abandonado. Hacen sus necesidades donde juegan los niños», dice el progenitor.
La pareja apenas habla español. Según cuentan, tienen 27 y 25 años y llegaron hace cuatro meses a España , en un autobús procedente de Rumanía en el que viajaban más compatriotas. «Nos levantamos a las seis o a las ocho, vamos a buscar chatarra y luego la vendemos. Ella también pide en la iglesia », indica el hombre, que cubre su cara con una capucha y una especie de bufanda. Por cada kilogramo de chatarra reciben diez céntimos , con los que compran comida para llevar en un supermercado cercano. Lo que les sobra, lo gastan en tomarse un café todas las mañanas en el bar que hay justo enfrente del parque.
La misma escena observa Vicente, que tiene un piso en el otro lado de la plaza. «Mi nieta tiene 5 años y cuando viene a casa nunca la llevo a jugar allí porque en vez de un parque es un estercolero », critica el anciano, que porta un audífono en sus orejas. «A mí, por suerte, el ruido no me molesta y si en su país están tan mal, pues entiendo que vengan, pero no que lo tengan así», dice divertido, señalando el aparato. Pero hay moradores que no son tan comprensivos, como es el caso de María: «Esto es una locura. Si quieren estar así que lo hagan en su país. Huelen que apestan ».
A solo 120 metros, frente al parque de Ascao y en medio de una explanada que se usa de aparcamiento, se levantan vallas de metal tapadas con lonas. La puerta está cerrada con un pequeño candado y una cadena, pero permite ver el interior. A la izquierda se acumulan kilos de chatarra: desde una nevera ya cortada en piezas hasta una escalera destartalada . Hay juguetes de niños, bombonas y garrafas. Los endebles edificios de madera los han levantado Durán y Nachis, de 34 años. Llevan los mismos meses que los anteriores en Madrid y aseveran que el espacio se lo cedió un tal Pedro, que antes tenía allí una casa vieja. «Pero la tiró abajo y ahora le cuidamos la parcela », explica Durán. Su trabajo consiste en ayudar a su primo, que tiene un «buen piso» cerca, vendiendo quincalla por la que consiguen hasta trece céntimos. «Nosotros no vivimos aquí», dice en repetidas ocasiones: «En la calle solo viven los otros rumanos. Nosotros tenemos hasta furgonetas para llevar la chatarra». Los moradores cuentan lo contrario: todos viven juntos y se organizan, cada día, para repartirse las calles en las que recaudar limosna tras cargar sus carros con hierros y desechos.
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