De bares, teatros y nostalgias: sábado treintañero en el viejo Madrid
El centro de la capital esconde lugares que merecen parada en esta deshilachada ruta. He aquí su modesto reconocimiento
Superados los felices años veinte, pervive un Madrid sosegado, quizá efímero, sentimiento de un pasado no tan lejano al que algunos 'raveros' jamás renunciaron. Es a ellos ('in memorian') a quienes van dirigidas estas líneas. Es sábado y la ciudad despierta azulada. Atrás quedaron las noches de luces, tragos e insomnio. Ahora, treinta y tantos a la espalda, lo suyo es mirar al cielo y descubrir que la despedida al mal tiempo 'sei bella come un gol al 90'. Minuto noventa y tres, que dirían los del 'Madrid fashion week'. Pero vayamos por partes.
A espaldas de la plaza de Colón, con los jardines de la plaza de la Villa de París como telón de fondo, se abre paso el patio del Instituto francés : un café 'clandestino' al que uno llega casi de casualidad y el boca a boca termina por atraer al resto. Entre las 9 y las 13.30 horas (recuerden, es sábado y el horario de apertura se reduce), este oasis en pleno Madrid residencial ofrece al visitante el punto de partida ideal para disfrutar de una maratoniana pero relajada jornada. Un café, un refresco, un botellín... cualquier excusa es buena para arrancar la mañana o alargarse hasta la hora del (mal llamado) brunch. La hora del Aperitivo, moderneces al margen. Y sí, con mayúscula.
Al albor de la comida, conviene no caer en el clásico local decorado para guiris. Lo castizo es vida, aunque no a cualquier precio. Pasear por Argumosa, la calle más cañera de Lavapiés, es un valor seguro: tascas como La Buga del Lobo, Achuri o Casa de Asturias combinan a la perfección con locales de cocina hindú, mexicana y marroquí. Ya saben, en la variedad está el gusto. Un café en la plaza de las flores (adivina, adivinanza... Tirso parece, plata no es), al sol, como mandan los cánones; o en la taberna que da nombre al enclave, de hermosos vitrales, decoración de otra época.
De Tirso de Molina al número 4 de la calle de los Mancebos hay diez minutos a pie, paso previo por la plaza de la Cebada y la de los Carros. Último giro a la izquierda y nos adentramos en Off Latina , una carbonera del siglo XVII que hace suyo el teatro a un aliento de distancia . Las paredes de ladrillo visto y envejecido flanquean la obra, discreto escenario de palabras, gestos, cruces de miradas... y siempre, sobre el acomodo duro del banco de madera. La escena en 'off' en su expresión más pura.
El sol remite y el termómetro baja. Algunos tendrán ya excusa para renunciar al cielo capitalino, pero azoteas, como las meigas, haberlas, haylas, y elegir la correcta no es cuestión baladí. El 'hype' de The Hat más que un secreto es un secreto a voces, aunque no por ello deja de perder encanto. Primer consejo: sin reserva no eres nadie. Segundo consejo: si llegas tarde, puede que no te guarden el hueco. Hechas las presentaciones, toca subir en ascensor hasta la última planta, terraza discreta decorada con la rueda de un antiguo molino y enmarcada por los tejados del viejo Madrid. De las ganas de cada uno dependerá pedir la carta, tomar una copa o la suma de ambas.
Cae la noche y las luces invaden la urbe. Paso a paso el bullicio mengua, cuesta abajo, calle Toledo o barbarie. Descartado esto último, nada mejor que una vuelta al origen. «Ding dong ding, próxima parada Pirámides» . Alguien debería cambiar el rótulo: aquí yace el Vicente Calderón. Recuerdo colchonero, epitafio (por ahora) sin nombre.