Día 6: rescate en la guerra de Ucrania

Anastasiia, una nueva vida en España, una familia atrapada en Ucrania: «Dejar a mi novio fue lo más duro»

Cuatro refugiadas recorrerán 3.000 kilómetros hasta Madrid después de abandonar hace menos de una semana sus ciudades bombardeadas por las tropas rusas

La difícil tarea de hallar ucranianos que se suban al coche de un desconocido rumbo a España

Ksenia, Katrina, Olha y Anastasiia, en una parada del viaje que las conducirá a España C. Q.

Cris de Quiroga

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En Dnipro hay un edificio a medio construir, un hotel a orillas del río Dniéper que nunca se terminó y que los ucranianos usaron como lienzo para pintar el emblema nacional, un tridente de oro sobre azur que se remonta a una dinastía del siglo X. La urbe industrial, bombardeada el primer día de la invasión rusa, tiene una cascada en mitad del río que surcan pequeños botes y torres que se iluminan por las noches y se reflejan en el agua. Ksenia Solntseva, de 20 años, enseña un vídeo de la ciudad que abandonó hace cuatro días y no puede contener las lágrimas.

La familia de Ksenia sigue en Dnipro. Su madre tiene una discapacidad física y no puede viajar y su padre, que cumple 60 años el próximo septiembre, se quedó para cuidar de ella y cavar trincheras. Desde esa mañana del 15 de marzo, cuando su mejor amiga Katrina y su madre, Olha Savchenko, la apremiaron para empaquetar su vida en una mochila , Ksenia ha vivido «como en un sueño». Las tres enfrentaron el miedo en el tren con destino a Lviv, en el autobús rumbo a la frontera con Polonia y a pie en el paso de Medyka. Desembarcaron en el centro de refugiados de Mlyny sin saber adónde ir. Y allí, en el viejo centro comercial de una aldea polaca, se toparon con Dani Alonso, su pasaporte sobre ruedas a España.

La primera parada del viaje a Madrid, a más de 3.000 kilómetros de Mlyny, es un moderno hotel de Cracovia , donde Ksenia, Katrina y Olha pudieron ducharse y dormir sobre un colchón en condiciones. A la mañana siguiente, entre el desayuno de fruta, ensalada, huevos, bacon y gofres, Dani Alonso les comenta: «Me están escribiendo muchas personas que me dicen que podéis ir a sus casas». A Ksenia se le vuelven a escapar las lágrimas. Hasta que decidan sus próximos pasos, las tres se quedarán en el chalé de Dani, en una urbanización de Valdemorillo. «Estamos muy contentas de haberle conocido», asegura Katrina. Olha, que no habla una palabra de inglés, le pregunta a su hija antes de decirle algo: «Come, come to Dnipro». Una invitación a su casa para cuando termine la guerra.

Una semana antes de que estallara el conflicto, Ksenia había encontrado un nuevo trabajo como jefa de ventas en una multinacional de tapices. El año pasado empezó a compaginar sus estudios de Relaciones Internacionales y Finanzas con empleos esporádicos y se disfrazaba de Cenicienta y de Minnie Mouse para animar fiestas de cumpleaños. «También era niñera, me gustan mucho los niños», cuenta, mientras el Toyota Land Cruiser de Dani enfila autopistas alemanas. El día que las bombas rusas destrozaron el aeropuerto de Dnipro acudió a un hospital para ayudar y atender a madres y bebés evacuados.

Katrina, de 21 años, también se alistó en las filas de voluntarios para proporcionar comida y dinero a las tropas ucranianas. Su padre, de 45 años, permanece en Dnipro con su abuela, de 90. «Es como un soldado, se encarga de la defensa territorial», explica. Su gato Greysy se quedó con ellos. «Nos han dicho que ha entrado en depresión porque nos hemos ido», lamenta, y Olha muestra un selfi con el gato gris acurrucado en su cuello, «el otro día escuchó mi voz por teléfono y se puso nervioso, como diciendo: ‘¿Dónde estás?’».

Huida en solitario

La familia de Anastasiia Borysova sobrevive en la ciudad sitiada de Mariúpol. Esta joven de 23 años, que sueña con ser diseñadora de moda, habló con su padre por última vez hace 19 días. Las bombas impactaron en una de las pocas zonas de este puerto industrial y estratégico para Rusia que conservaban la cobertura. «El 90% de las casas están destrozadas, no hay electricidad ni agua», escenifica. Anastasiia se salvó del bloqueo porque estaba con su novio en Zaporiyia, unos 200 kilómetros al oeste de Mariúpol.

A los pocos días del inicio de la guerra, el hermano de Anastasiia, que abandonó Mariúpol hace siete años por la tensión en la próxima región del Donbás, le instó a que se reuniera con él en Jerez de la Frontera. Anastasiia tardó cinco días en decidirse. Su novio Pavlo, de 19 años, es diabético e intentaron conseguir el certificado médico que le eximiría de alistarse en el ejército y le permitiría salir de Ucrania, pero los trámites se alargan meses. «Dejar a mi novio, y a mis gatos, fue la parte más dura de mi viaje», recuerda, «él no puede hacer nada, espero que esté bien».

Olha descansa en el asiento extra que se despliega en el maletero del Toyota y las tres veinteañeras sacan el iPhone para repasar las fotos de un pasado reciente que parece lejano. Los gatos en graciosas posturas por los rincones de sus casas, el novio de Anastasiia sosteniendo el grueso pez que pescó un fin de semana, Katrina en un zoo con una serpiente enroscada en la cintura, Ksenia estampando un ángel en la nieve y haciendo ‘puenting’. También hablan de la guerra, de Putin y Zelenski; todas leen las noticias a diario a través de los chats de Telegram de los medios ucranianos. «En los acuerdos de Minsk los países europeos acordaron protegernos, pero nadie ha hecho nada», critica Anastasiia, «irá a más si no la paramos ahora».

Al menos, el futuro inmediato de las cuatro mujeres que marchan a España ya no es incierto. Olha, Katrina y Ksenia se asentarán en Valdemorillo, donde podrán gestionar un documento identificativo provisional y una tarjeta sanitaria para su estancia indefinida en España. Anastasiia alargará su viaje un poco más para encontrarse con su hermano. Una vida nueva lejos de casa, de los padres, abuelos y amigos varados en las ciudades que se han convertido en el campo de batalla. «Mi padre tenía rencillas con mi madre y su marido, pero cuando empezó la guerra dijo que quería hacer las paces; hemos aprendido mucho en este tiempo», confiesa Anastasiia, que llora al recordarles, «nuestros valores han cambiado: no me importa la ropa ni la comida, lo único que quiero es que mi familia esté viva».

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