Juan Soto - El Garabato del Torreón

Don Ricardo de Vilapedre

Falleció en junio de 1958, a punto de cumplir 96 años. Ciego como los topos y pobre como las ratas

Ricardo de Vilapedre durante un acto electoral CEDIDA

Noticias procedentes de Sarria dan cuenta de que en esa villa antigua, rica y alegre», que dijo Barbeito, se preparan unas jornadas en homenaje a don Ricardo Núñez Rodríguez, personaje singularísimo, modelo de filantropía y figura destacada de la protosiquiatría española. Ahora, cuando se cumplen 60 años de su muerte, dos sociedades sarrianas, La Unión y el Seminario de Estudios «Vázquez Saco», ambas de gran significación y prestigio en toda la comarca, se disponen a afrontar la tarea de ponderar en su justa medida la obra y la personalidad de don Ricardo de Vilapedre, una figura en la que, como sucede muy a menudo, lo anecdótico ha acabado por engullir a lo categórico.

Sin beca oficial pero con algún auxilio de familia sarriana pudiente, don Ricardo, hijo de un modesto perito agrimensor, pudo cursar la carrera de Medicina en la madrileña facultad de San Carlos, prestigiada entonces por las resonancias claustrales de los nombres de Santiago Ramón y Cajal, José de Letamendi y Jaime Vera, el amigo de Pablo Iglesias. Si hubiera querido habría podido ejercer su licenciatura en la capital de España, donde sentó plaza primero de alumno diligente (la escasez de medios le obligó a conciliar estudios y trabajos esporádicos) y luego de profesional competente. Contaba además con el favor de don Alberto Aguilera, quien, por su cargo de gobernador civil de Madrid (antes de ser subsecretario, ministro y lo que se le pusiese por delante), sabía muy bien del riguroso trabajo que Núñez Rodríguez había llevado a cabo, apenas recién graduado, como organizador del servicio de higiene en el inframundo de la prostitución. De su sentido casi sacerdotal de la profesión han de beneficiarse también las familias de los socios del Centro Gallego, presidido entonces por Augusto González Besada, ministro en varias ocasiones, estudioso de la obra de Rosalía de Castro y diputado cunero por media docena de circunscripciones, de Cádiz a Lugo.

El brillo de la vida madrileña importa poco a un médico que quiere trabajar en su pueblo y para sus gentes. Al servicio de esa vocación lo entregó todo: desde la herencia paterna hasta su vida personal. Solo el transitorio desempeño de la plaza de inspector de Sanidad en Badajoz, una corta etapa como médico municipal en Láncara y episódicas incursiones en la política (tanto con el lerrouxismo cuanto con la Unión Patriótica sus actuaciones nunca se sujetaron a otra disciplina que la de su conciencia) le distrajeron de su verdadero propósito: crear un sanatorio para enfermos mentales, el primero que funcionó como tal en la provincia de Lugo, cuya dotación en atención psiquiátrica se limitaba entonces (año 1910) a una Sala de Observación de Dementes dependientes de la beneficencia municipal. Desde allí salían al manicomio de Valladolid o a la tumba.

En Vilapedre, don Ricardo, sin otro auxilio que sus ahorros y su tenacidad, levantó un «complejo» hospitalario, consistente en dos pabellones con sus dormitorios, cocina, aseos, comedor y salas de curación. La asistencia que se prestaba a los internos, resulta no ya avanzada para la época, sino revolucionaria. El enfermo gozaba de libertad para entrar y salir del centro, y los procedimientos de sujeción mecánica (camisas de fuerza, correas, etc), entonces muy en boga, apenas eran utilizados. En definitiva, lejos de un tratamiento represivo, lo que se practicaba era una terapia basada en la convivencia, las puertas abiertas y, «mutatis mutandi», una atención asentada en pautas que bien pueden considerarse anticipadoras de las años tarde preconizadas por los abanderados de la antisiquiatría.

Del «manicomio de Vilapedre» fue don Ricardo propietario, director y único facultativo. Ajeno por completo a todo interés económico, para ser admitido en el centro primaba un criterio: ser vecino de la comarca (aunque también fueron atendidos enfermos de toda Galicia) y carecer de recursos (si bien hubo asimismo pacientes de pago). Cuanto «toliño de aldea» era conducido a Vilapedre, allí se quedaba al cuidado de don Ricardo y de su hermana. Allí vivía y, en muchos casos, allí moría, olvidado de su propia familia.

Al igual que su admirado Jaime Vera, fue don Ricardo un infatigable apóstol del ejercicio social de la Medicina, cuyo sentido no tenía razón de ser si no se ponía al servicio de los más desamparados. Buen conocedor de la obra de Letamendi, era, al igual que el controvertido terapeuta catalán, partidario de la utilización de aforismos para transmitir su filosofía de la profesión y de la vida. Quizá dos de ellos basten como resumen de las consideraciones éticas que guiaron su conducta. Uno es el lema que abre su libro «La visión de Higia», compendio, un tanto heterogéneo, de su filosofía médico/humanista: «El trabajo útil y la grandeza de la patria requieren la salud del pueblo». El otro, contenido en la misma obra, constituye un breviario de su praxis terapéutica: «Mi libro es el enfermo».

Falleció don Ricardo en junio de 1958, a punto de cumplir 96 años. Ciego como los topos y pobre como las ratas.

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