José Luis Jiménez

Películas interactivas

El documental sobre el Alvia es un relato sesgado de principio a fin

Este año se cumplen 40 de «The Rocky Horror Picture Show», la versión cinematográfica de un musical transgresor y fascinante. La película, fracaso absoluto en su estreno, devino con los años en objeto de culto hasta llegar al punto que los espectadores de hoy, fans entregados, hacen coros, gritan y replican a determinadas escenas y giros de la historia como si del musical de teatro se tratara. Todo un prodigio de interactividad que lo convierte en un fenómeno de estudio.

Interactividad similar, salvando el abismo argumental, tiene «Frankenstein 04155», la película documental sobre el accidente del Alvia exhibida el pasado miércoles en Cineuropa. La estructura narrativa regala al espectador —que en su mayoría ya viene indignado de casa— la opción de insultar al político de turno que aparece durante el metraje en momentos concretos, una respuesta dirigida y prefabricada. Un ejercicio de buenismo calculado: escupitajos nada espontáneos a Feijóo, Pastor y Blanco, aplausos sinceros a las víctimas que dan su conmovedor testimonio.

Quede clara una cosa: no cabe un reproche, ni siquiera una matización, a quienes vieron truncadas sus vidas por la pérdida de familiares en el accidente del tren. Su dolor es comprensible y con él empatizamos por su rabia descarnada ante lo que consideran una injusticia sin reparar. Ese no es el problema del documental.

Sí lo es que su director, Aitor Rei, afirme que «es neutral» en la polémica y se limita a «exponer hechos» para que el espectador fragüe su propia opinión. El relato es de parte, y ni siquiera recoge el sentir de todas las víctimas, sino sólo del colectivo que impulsa el documental. Ya no hablemos de cualquier versión alternativa a la teoría de que el maquinista es el menos culpable de lo sucedido. De traca.

Es, en resumen, una visión sesgada de principio a fin, donde ningún técnico de Adif, Renfe o Fomento puede dar otra perspectiva o defenderse. Esas no deben interesar porque desvirtúan la pintura negra que se quiere dibujar a brochazos. La falta de contrapeso lastra la pretendida credibilidad.

Sin novedades en el contenido informativo —cualquier avezado lector de periódicos ya dispone de los datos que dice desvelar el documental—, tampoco los hay en la forma —la cinta roza el tedio por momentos—; deja como poso final una película que más que abrir un debate entre partes impone la visión de una de ellas. Si eso era lo pretendido, si se quería dar plena voz al grito indignado de un sector de las víctimas, el ejercicio es legítimo. Pero su eficacia es limitada si no se cuidan no ya unos básicos elementos de objetividad —sería incluso comprensible que no hubiera equidistancia entre víctimas y políticos—, sino algo más sencillo como la pluralidad.

Eso sí, si le pone ir al cine a desahogar sus más bajas pasiones contra nuestra clase política —incluso la que nada tiene que ver con el accidente, como el caso de Feijóo—, no deje pasar la ocasión de ir. Saldrá relajado.

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