Juan Soto - El garabato del torreón

Carro Martínez o la discreción

Antonio Carro Martínez lo fue casi todo en el franquismo. Pero en honor a la verdad hay que decir que pasó por la dictadura más como un servidor del Estado que como un fanático del régimen

A Antonio Carro Martínez lo vemos, en una calurosa mañana veraniega, haciendo el recorrido inaugural de una de las rondas que dieron paso al moderno (y altamente discutible) urbanismo lucense. Empezaba a desempeñar el cargo de ministro de la Presidencia, después de haberse fogueado en una carrera política con muchos éxitos aunque no exenta de algún que otro fracaso, como el que significó su inopinada retirada, casi a pie de urnas, de la contienda electoral de la que saldrían elegidos procuradores en Cortes por Lugo Antonio Rosón y Eduardo Urgorri: demasiada presión azul para un contrincante un tanto tibio a la hora de las adhesiones inquebrantables. Daba sus últimas boqueadas el franquismo y Carro mostraba sospechosas reticencias hacia la política cuartelera. Los más veteranos lectores tal vez guarden memoria del revuelo causado por la intervención de Carro en la toma de posesión del secretario general de su Ministerio, unos meses antes de la muerte de Franco: «Seremos inconscientes si no nos vamos preparando para una Monarquía social, representativa y democrática». Desde Fuengirola, Girón pidió la cabeza del insolente ministro.

En Antonio Carro se dibuja el perfil del político discreto que sabe aplicar la receta posibilista para atravesar el muro de granito que permite pasar de una dictadura a una democracia sin romperse ni mancharse. Inequívocamente conservador, pero ni visceral ni fanático , entendió enseguida que sus responsabilidades como servidor del Estado le venían conferidas por sus capacidades técnicas más que por su fortaleza ideológica. Eso le abrió hueco en la puerta giratoria de los albores de la Transición: de enero de 1974 a diciembre de 1975, ministro de la Presidencia.

Adosado a Fraga, en 1977 encabezó la candidatura de Alianza Popular al Congreso por la provincia de Lugo y fue elegido diputado para las Cortes constituyentes. Con la misma formación, repitió escaño en 1979. Y en 1982, aunque ese año, en la demarcación luguesa de la formación conservadora ya era demasiado evidente la contumacia de quienes se negaban a plegarse a la disciplina orgánica de Madrid, es decir, de Fraga, el patrón. La cosa habría podido solventarse con un par de expedientes disciplinarios , si no fuera porque quien encabezaba la corriente respondona era Francisco Cacharro, un político que para entonces ya controlaba toda la fontanería provincial. La formación de una gestora, presidida por el propio Carro Martínez, a la que desde el despacho de Génova se encomendó la doma y pacificación del partido, solo demostró la ingenuidad de ciertos dirigentes madrileños y su desconocimiento de la realidad política de la circunscripción. Durante un mes, Carro, pertrechado de buena voluntad y educadas maneras, se instaló en un céntrico hotel lucense. Hizo lo que pudo. O lo que le dejaron. Y regresó a Madrid con un diagnóstico certero: Madrid quedaba a quinientos kilómetros de Lugo en los mapas de carreteras y a diez mil en los mapas políticos.

Sin necesidad de aludir a su nacimiento (dentro de unos días cumpliría 97 años) en el cogollo del Lugo monumental y antes de todo lo que hasta aquí se lleva dicho, hay también una faceta muy luguesa de Carro, salteada en capítulos tan significativos como su trabajo de desbroce en calidad de primer presidente de la comisión organizadora de los actos conmemorativos del bimilenario de la fundación de la ciudad o el nombramiento de Hijo Predilecto de la provincia. Por lo demás, su abuelo materno, el general Toribio Martínez Cabrera (da nombre a una calle de Astorga, la capital maragata, nación de Arsenio Carro Pérez, el padre de los Carro Martínez), se fogueó de teniente en el Regimiento de Luzón, de guarnición en Lugo, con el que se fajó en la Cuba insurrecta. Cuando regresó a España, acreditó una hoja de servicios que lo llevó al generalato un par de años antes del golpe de 1936. Su fidelidad a la República le costó la vida : fue fusilado en Valencia, apenas tres meses después de terminada la Guerra Civil.

Todavía quedan por España adelante exalumnos de Cristina Carro Martínez, profesora de Lengua y Literatura en la Escuela Normal de Lugo. La hermana del futuro ministro conoció en esta ciudad a quien había de ser su marido, Francisco Bernis Madrazo, inolvidable catedrático en el instituto (su cátedra de Ciencias Naturales fue el primer paso del futuro catedrático de Zoología en la universidad de Madrid), docente extraordinario, cofundador de la Sociedad Española de Ornitología en España, hombre sabio, pionero del ecologismo y autor de aquella célebre carta dirigida a Franco en petición de que se pusiese fin a la repoblación forestal con eucaliptos.

Antonio Carro Martínez lo fue casi todo en el franquismo. Pero en honor a la verdad hay que decir que pasó por la dictadura más como un servidor del Estado que como un fanático del régimen. Y cuando le llegó el momento optó por la discreción y el silencio, sin caer en la tentación de maniobras entre bastidores ni memorias revanchistas. Un caballero, sin duda.

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