Juan Soto - El GARABATO DEL TORREÓN

Aldeas a salvo

A punto de empezar a desencuadernarse por falta de uso, uno ha empezado a pisar la calle, a moverse un poco por aquí cerca, del coro al caño, del caño al coro, y siempre respetando la franja horaria con que la autoridad competente («sanitaria, por supuesto») ha tenido a bien satisfacer las inclinaciones peripatéticas de las gentes de mi generación.

Uno agradece mucho que la autoridad competente se preocupe por la salud de uno, por la higiene de uno, por la dieta de uno, por el ocio de uno, por las soluciones hidroalcohólicas de uno, por el supermercado de uno y por la peluquería de uno. Pero cada vez que uno consulta los horarios autorizados para el recreo, con especificación por tramos de edad, uno no puede evitar recordar aquel bramido que Fraga convirtió en lema de su política: «La calle es mía». A don Manuel («todo el Estado en la cabeza» dijo González) se le fue la mano, quizá porque no pudo o no quiso entender que la calle , con sus trajines y sus riesgos, con sus ventajas y sus engorros, es de todos precisamente porque no es de nadie. Ahora resulta que, gracias al virus, los gallegos, que siempre hemos sido unos aldeanos trasplantados al cemento , hemos descubierto que hay algo mucho mejor que la calle: la no calle, eso que aquí llamamos carreiros, corgas, pistas, camiños, como en cada sitio se costumbre, y que no es otra cosa que la aldea, la parroquia, el lugar, todo lo que conforma la peculiar organización territorial de Galicia, llena de fronteras que hoy están aquí y mañana allí, y de paisajes en los que no se sabe si aquéllo es ría o río.

La aldea gallega de hoy no se parece a aquella aldea tan voluntariosamente explicada por don Nicolás Tenorio, que fue juez por tierras de Ourense, pero mantiene intactas muchas de sus características sociales y antropológicas, tal vez las mejores. Es allí, en las aldeas repartidas entre doscientos concellos, donde el virus no ha conseguido entrar . Los periódicos, tirando de estadística, calculan en 410.000 los gallegos a los que sus aldeas dejaron a salvo. Gentes, todas ellas, para las que no rige la prohibición de tomar el aire a pequeñas dosis. Familias enteras que hoy, si se diera el caso, le recordarían a Fraga y a todos los Fraga que topan y ornean por Moncloa que la calle es de todos. Y he aquí lo que puede ser la gran lección de esta tragedia: en la aldea, en esa Galicia agonizante que durante años hemos despreciado e intentado matar, resulta que estaba el Paraíso. Ahora ya lo sabemos.

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