Juan Soto - El Garabato del Torreón

Gestionar no es gesticular

La política a medio camino entre lo gestual y lo jocoso es divertida, siempre que no vaya al bolsillo del contribuyente

Bajo el marchamo de un populismo chabacano y faltón, la representación de algunas instituciones (ayuntamientos, en primer término) ha caído en manos más dispuestas a la gamberrada que a la gestión. Estamos sencillamente ante una cuestión de vocación y capacidad: cuando no se quiere y no se sabe, no se puede.

Si el problema se limitase a un asunto de mera estética, la cosa podría tener su gracia. Porque, en efecto, a cualquiera que tenga cierto sentido del humor ha de resultarle simpático llegar al monumental Pazo de Raxoi y encontrarse al señor mareante presidiendo un pleno municipal con la gorra calada hasta el entrecejo; o acercarse a la Praza de Armas y ver a Xurxiño con los faldones de la camisa colgándoles por fuera del pantalón; o trompicar con el Gelo de Oleiros explicándole a Obama y a Merkel lo que tienen que hacer si no quieren que presente una moción para que los declaren personas «non gratas» en el Concello. Esa política, a medio camino entre lo gestual y lo jocoso, no deja de ser divertida, siempre que no traspase los límites del espectáculo y no le vaya al bolsillo del contribuyente.

Porque ahí precisamente radica el intríngulis de las bromas municipales. Los mismos que se permiten burlarse de la institución que representan y del cargo del que alardean (y por el que cobran) son quienes relegan la solución de los problemas de su responsabilidad en favor de cuestiones ajenas por completo a su competencia. Enredados en actitudes meramente gestuales y al mismo tiempo que farfullan eslóganes malamente rescatados de la apolillada guardarropía foklórica de hace un siglo, mantienen sometida la gestión municipal a una parálisis absoluta, perceptible en cada uno de los servicios: desde los meramente administrativos a los de atención social. Todo ello, eso sí, solapado bajo unos cuantos aspavientos. A falta de eficacia, valen unos cuantos chillidos, tal vez inspirados en aquellos con que los domadores de los circos solían ordenar a las pobres fieras amodorradas que pasasen por el aro.

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