Xoaquín Fernández Leiceaga-Análisis
Desagrarización y resistencia
Galicia ha dejado de ser eminentemente agraria desde la perspectiva de la producción y del empleo
Uno de los procesos centrales en la conformación de la Galicia contemporánea ha sido el de la desagrarización: un cambio tardío pero de singular intensidad. Aún en los años 70 del siglo XX podía hablarse de «sociedad campesina precapitalista», del arraigo de la agricultura de subsistencia o de una mentalidad refractaria a los cambios y al mercado. En 1980 el sector primario generaba el 13% del PIB gallego y absorbía un sideral 44% de la población. Esos tópicos velaban lo esencial: la capitalización creciente, la apertura al mercado, la especialización, la elevación de la productividad de la tierra o del trabajo. Ha sido un proceso ambivalente: pérdida de peso, pero mejora de la renta comparada y de las condiciones de vida; caída de la ocupación o de la superficie agraria útil pero manteniendo una destacada presencia en el conjunto español en producciones como la leche o la carne, la madera, el vino o los productos del mar.
En la actualidad la agricultura, la ganadería o la pesca suponen agregadamente tan solo un 5% del valor añadido y apenas un 6% de los empleos. El cambio, seguramente necesario en tendencia aunque menos en intensidad, ha puesto en evidencia la enorme capacidad de adaptación y emprendimiento de los campesinos individuales, invirtiendo incluso en exceso para sustituir la mano de obra y para mejorar su capacidad de producción, ajustando su oferta de productos a las condiciones del mercado y, aunque de forma insuficiente, generando experiencias cooperativas exitosas (Coren, Feiraco y otras) o desarrollando nuevas estructuras de comercialización, como en el vino, que permiten situar nuestros productos, transformados, en cualquier parte del planeta, ganando mercado a la competencia. Hoy hay sobre todo empresarios agrarios (o de la pesca) que producen para un mercado amplio y extremadamente competitivo. El problema seguramente ha sido que, con excepciones significativas como la del sector del vino, esa transformación en empresarios se ha quedado dentro de la producción primaria.
Galicia ha dejado de ser un país eminentemente agrario, tanto desde la perspectiva de la producción como del empleo. Pero la pérdida de esa condición no debe ocultar algunos problemas y paradojas graves. Las explotaciones agrarias presentan un problema de dimensión al tiempo que existen miles de hectáreas de tierras abandonadas, produciendo solo combustible para los incendios. La especialización láctea, bajo el paraguas de las cuotas, ha permitido a los productores ajustar los costes y ser muy eficientes pero han fallado los siguientes eslabones de la cadena de valor, con unas estructuras de transformación y comercialización frágiles, incapaces de generar valor añadido suficiente, y una política de escasos vuelos. La geografía agraria ha construido áreas compactas, especializadas en monocultivos (leche, carne, vino, hortalizas), al lado de amplias extensiones desorganizadas. Los hijos de los agricultores y pescadores no quieren seguir los pasos de sus padres.
Sería un error colectivo desentenderse de la producción primaria o del mundo rural (y pesquero). No solo por sentimentalismo. También porque representa una clara oportunidad de generar riqueza y empleo. Los retos están en saber leer las condiciones necesarias para poder actuar eficazmente en un mercado globalizado (transformación, comercialización), en generar marcas diferenciadas y valor añadido, en la gestión integrada y sostenible del territorio, en la producción de nuevos bienes y servicios, o en la aplicación de la ciencia y la investigación aplicada a las diversas fases, de la tierra y el mar a la mesa (o a otras fases del consumo final).