Juan Soto - EL GARABATO DEL TORREÓN
Delincuencia tolerada
Hoy se derriba la estatua de San Vicente con la misma impunidad que se instala un botellón
En los anales de la tradición, más que en los de la historia, consta la presencia de san Vicente Ferrer en la ciudad de Lugo. Arrancaba el segundo decenio del siglo XV. La leyenda lo imagina haciendo púlpito de uno de aquellos carballos que crecían en la que hoy llamamos plaza de Santo Domingo. Vestiría, supongamos, cogulla blanca y amplia capa negra, escapulario sobre el pecho y un rosario colgado al cinto. Pasados los siglos —porque mediaba el XVIII— otro fraile de su orden, Francisco Izquierdo, sería designado para regir la diócesis de Lugo. Nunca esta ciudad debió tanto a un obispo . Sin necesidad de enumeración de merecimientos, hagamos nuestra la opinión de García Conde, clérigo e historiador: Para inmortalizar su nombre basta el hecho de haber realizado «a su costa una traída de aguas con la construcción de tres fuentes para beneficio público ». Hasta el pasado fin de semana, la ciudad conservaba la más monumental de las tres. Exornaba la Praza do Campo y era símbolo y referencia urbanística de tres siglos de la historia. Se alzaba en figura central la escultura de San Vicente, con el índice de su derecha (hablamos San Vicente «el del ditet») apuntando al cielo para un milagro.
Protegida por el papel mojado del decreto oficial, las ordenanzas municipales y hasta los acuerdos en Consejo de Ministros, nada le valió a la famosa fuente tanta tutela ante la furia destructiva de uno o varios delincuentes. La destrucción del monumento es noticia reiterada estos días por tierra, mar y aire, tanto como las jeremiadas de los políticos que se fotografiaron junto a los restos de la escultura abatida . Pero si los directos responsables de la salvajada son sus autores por acción, los cómplices por omisión hay que buscarlos precisamente entre la caterva política que ahora se rasga las vestiduras. La perpetración del delito fue posible porque la autoridad competente lleva tiempo haciendo dejación de sus responsabilidades en todo cuanto se refiere a vigilancia y control del interés público. Si en esta ciudad no hay fin de semana sin desmán —a veces brutal e irreparable— es porque quienes tienen obligación de velar por la seguridad de todos y por el cumplimiento de la ley hacen renuncia expresa de su responsabilidad. Hoy se derriba la estatua de San Vicente, con igual impunidad que el botellón instala campamento sobre la muralla romana y con idéntica tolerancia con la que se disculpan las pintadas en la catedral, las arremetidas contra el mobiliario urbano o la expendición de bebidas alcohólicas a menores. Antaño, estos problemas los resolvían con ejemplar eficacia aquellos pintorescos serenos de porra y chuzo. Para ello, eso sí, se pasaban la noche pisando la calle. No eran funcionarios: eran servidores del bien público.