Juan Soto - EL GARABATO DEL TORREÓN

Cuestión de matices

Procede restar importancia a algunos episodios protagonizados por la belicosa muchachada que se enrola en las varias franquicias gallegas de Podemos

Cuando éramos jóvenes se nos dijo que la política, puesta al servicio de la ciudadanía y del bien común, era una actividad a la que se sentían inclinados los mejores. Pero es bien sabido que más allá de los discursos están las conductas y que por encima de las promesas proclamadas en los platós o desde las tribunas están los comportamientos cotidianos. Ese aforismo, que a diario se verifica en todos los ámbitos y procederes de la actividad humana, lo tenemos bien asimilado desde aquellas primeras lecturas de Maquiavelo, a quien se imputa (quizá injustamente) el cinismo de no decir lo que creía y no creer lo que decía. Y si alguna vez, por debilidad invencible o necesidad imperiosa, decía la verdad, la escondía entre la hojarasca de tantas mentiras que era imposible dar con ella.

Quedamos pues en que la sinceridad no es virtud exigible a ningún político y, en consecuencia, todos los del oficio quedan eximidos de cualquier imperativo asociado al pesado lastre de la decencia y la rectitud. Sentado lo antedicho, procede restar importancia y atribuir al engarce natural de las cosas algunos episodios recientemente protagonizados por la belicosa muchachada que se enrola en las varias franquicias gallegas de Podemos (en un multicolor abanico que va desde los líderes asalariados a los meros tontos útiles), tales como el intercambio de coces que nutrió de contenido político la asamblea de Anova o la altruista dialéctica —todavía pendiente de resolución— acerca de emolumentos y tributos. De modo que ya estamos todas, queridas niñas. Confirmada la renuncia expresa a la ejemplaridad, la realidad se impone al espejismo y el país vuelve a encontrarse encajado en sus tradicionales confines medioambientales. ¿Dónde está la diferencia entre herejes y ortodoxos, entre los incrédulos y los cardenales del sacro colegio?, se preguntaba aquel personaje galdosiano. ¿Dónde se sitúa la raya que separa a los indignados de los indignantes?, nos preguntamos nosotros. La respuesta es obvia: se trata de una mera cuestión de matiz.

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