José Luis Jiménez - PAZGUATO Y FINO

Compostela en su laberinto

La ciudad llora el cierre de comercios de toda la vida y sufre los nuevos negocios que abren

A finales de 2015 se reabrió en Santiago, tras una tortuosa y cuestionable reforma, la rúa Carretas, en la trasera del Pazo de Raxoi. En este tiempo, se han inaugurado cinco negocios: tres tiendas de souvenirs, un bar de tapas y una agencia de viajes para peregrinos. Fin. Carretas es el síntoma, pero la enfermedad se extiende por la zona histórica compostelana, una piedra que asiste al cierre de comercios de toda la vida —muchos de ellos afectados por el fin de los alquileres de renta antigua— y llora con la nueva oferta que se instala: restaurantes y una peste de tenderetes de baratijas para turistas. ¿Ven normal que no haya un Zara en la zona vieja?

Añádanle a eso el corsé que supone la declaración de Patrimonio de la Humanidad, que impone exigencias leoninas para cualquier rehabilitación. Eso lleva a que la mayoría de los edificios estén sin aislamientos térmicos ni sonoros —esto quizás no haría falta si un sector de los peregrinos mantuviera las normas básicas de educación que gasta en su casa y no creyera que puede llegar berreando a coro a ver al Apóstol, ni el himno de su país ni cánticos populares—. Los materiales para revestimientos, estructuras internas, puertas y ventanas están además tasados. Todo conduce a encarecer las reformas exponencialmente. Ah, y si quieres disponer de internet de fibra, olvídese. Dé gracias que haya ADSL.

En un grado incipiente, a Compostela —el santo y seña de Galicia para la captación de visitantes— le empieza a subir la fiebre. La zona monumental cada vez es más inhóspita. Donde antes había servicios, hoy solo hay negocios low-cost, bares, apartamentos para viajeros y un par de restaurantes de postín para comer percebes. No hay garajes, ni superficies comerciales, grandes o pequeñas. ¿Quién va a querer vivir aquí?

Lo peor es que las administraciones nos dicen que todo esto ya se abordará más adelante, porque lo importante es que sigan viniendo turistas. Cuantos más, mejor. Porque la asfixia —nos dicen— todavía es soportable, que resta un mundo hasta alcanzar el infierno de Venecia, de donde se exilian sus habitantes porque no aguantan más. Y en nombre del crecimiento económico, todo vale, incluso desvalijar un casco histórico de auténtica vida, esa que debería fluir fuera de los ciclos turísticos. Así que nada de tasas, ni de medidas que permitan elevar la calidad de la oferta. La piedra pierde su alma. Ofrecemos una cáscara bonita vacía de contenido.

El laberinto de Compostela tiene dos salidas. En una, acaba convirtiéndose definitivamente en un parque temático del turista, de usar y tirar, que viene, ensucia, gasta y no paga; con los vecinos emigrados al extrarradio para disfrutar de viviendas de calidad y de los servicios propios de los tiempos que corren. En la otra, el casco viejo se parece —por ejemplo— un poco más al de Bolonia o al de la vecina Braga, y los vecinos no son unos apestados que deben dejarle sitio al foráneo. Yo no dejaría la elección a los políticos.

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