Juan Soto - El garabato del torreón

Allá lejos, Oroza

Era un poeta rotundamente inédito, con toda su obra archivada en la cabeza, lista para ser salmodiada

Ahora que ya todos los que no lo conocieron escribieron sus recuerdos de Carlos Oroza, a ver si soy capaz de dedicar unas líneas a la memoria del tiempo ido, a las tardes (y sobre todo a las noches) que malgastamos en la calderilla de los sueños. Vivía Carlos en una pensión de no muy buena muerte, con tufo a coliflor. En un primero de la travesía del Reloj, es decir, en pacífica vecindad al edificio que entonces era sede del Consejo Nacional del Movimiento. Era hombre muy austero y no solo por fuerza pecuniaria sino por inclinación natural. La austeridad alcanzaba a su parvedad nutricia y también a sus lecturas, ni muy abundantes, ni muy persistentes. Era un poeta rotundamente inédito, con toda su obra archivada en la cabeza, lista para ser salmodiada, pero sin vocación de permanencia impresa. Llegaba al Gijón a media tarde y estaba allí hasta que apuntaba la madrugada (conste: las madrugadas franquistas eran más tempraneras), enteco de carnes, faz de parajito, de una a otra mesa, sin probar el alcohol, sostenido a base de café con leche. Un solo poema ( Alitalia, decían, Alitalia / y se imaginaban un vuelo hacia la libertad) le bastaba para dejar boquiabierta a una parroquia que aspiraba a derrocar a Franco y literariamente a Gerardo Diego.

No era lo que se dice un gallego con la autoestima patriotera en las nubes. Pero muchos de los amigos a los que más quería y de quienes más cercano se sentía eran gallegos. Citaré a dos lugueses que también se han ido:

Tino Grandío y Uxío Novoneyra. Lo cuidaban, lo protegían, entraban y salían juntos, se guardaban lealtad a prueba de cualquier desavenencia coyuntural. Y un tercero: el pintor González Prieto, contertulio con estudio en la finca cafeteril. Era vivariense, como Oroza, y esa coincidencia de nación sellaba entre ambos una relación de afectos comunes pero también de censuras veladas. Carlos guardaba algún reproche en las entretelas. Cuando recitaba aquel verso evocador de Naín junto a mi padre muerto muy pocos sabían que Naín no era un adorno eufónico sino la mención a la aldea paterna, a tiro de piedra de la plaza mayor de Viveiro. Francisco Oroza, el padre de Carlos, había sido un excepcional artesano de la forja, casi un orfebre. Vivía en la antigua calle Porlier, la misma en la que vio la luz Maruja Mallo. Renqueaba y picoteó en el berenjenal político.

Los restos del poeta reposan en el cementerio vigués de Pereiró. Quizá algún día sean trasladados al vivariense de Altamira. Y entonces el círculo quedará por fin cerrado.

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