Carlos Marzal - HOTEL DEL UNIVERSO
Nostalgia de ciertas cosas
«El caso es que hoy me he levantado nostálgico de algunas cosas, de algunos objetos en desuso»
La nostalgia es un sentimiento peligroso. En términos alimentarios, equivale a un condimento muy llamativo , una especia de gran intensidad, un producto capaz de arruinar cualquier plato a poco que lo administres sin mesura. En la vida, unas cuantas cucharadas de más de nostalgia y uno acaba por convertirse en un quejica, un tipo lastimero, inclinado a los crepúsculos, vestido con una capa galaico-portuguesa de saudades insondables, un pelma mayúsculo de esos que aprovecha cualquier oportunidad para contarte su condición de exiliado perpetuo en la existencia, de expulsado de la Arcadia , de ángel caído en el tiempo. Una pesadez dietético-sentimental.
La nostalgia se parece al picante, o al azúcar, o a la sal. Se parece al vinagre. Como des con un mago de la nueva cocina, dispuesto a experimentos de vanguardia , puede arruinarte el estómago y el día. En literatura, si la nostalgia no viene acompañada de sentido del humor, de distancia sobre aquello que se observa, lo más probable es que te encuentres con un pastel enfático de digestión imposible. Cuando los poetas se pasan de vueltas nostálgicas, producen una ciclogénesis explosiva de índole lacrimal, y no hay pañuelo con el que protegerse.
Aspiro a ser un nostálgico como Dios manda; es decir, un nostálgico discreto que establece en qué consiste y en qué no la discreción nostálgica. En mi cocina, a fin de cuentas, soy yo mismo quien acaba por adobar los mejunjes.
El caso es que hoy me he levantado nostálgico de algunas cosas, de algunos objetos en desuso. De otros no: muchas cosas han caído en el olvido para bien, y, si no para bien, al menos no me hacen recordarlas con melancolía (que es la prima con estudios humanísticos de la nostalgia) . ¿Quién puede sentir nostalgia de un berbiquí, ahora que ya no queda tanta gente que haya usado un berbiquí de manivela para taladrar?
A menudo pienso en los teléfonos antiguos, con su marcador de rueda . Los echo de menos, de una manera -digamos- cosmovisionaria. Representaban una forma distinta de entender el mundo, sobre todo el mundo de las relaciones entre abonados telefónicos. Cuando aparecieron los botoncitos y empezamos a apretar el número del teléfono, en vez de dar vueltas a la rueda de marcación, algo se estropeo para siempre. Las ruedas eran instrumentos menos agresivos , menos acusadores que el acto de apretar con el índice. Tenían algo acariciador, un gusto de adulaciones y requiebros, en lugar de ese ir al grano que los botones exigen. Tengo la impresión de que hemos perdido el cortejo numérico. Antes merecía la pena saberse el número de alguien de memoria, porque después íbamos a darle vueltas con la yema del dedo a su persona, en la distancia. Ahora no nos tomamos la molestia. ¿Para qué, si el acto de llamar a su casa equivale a meterle el dedo en el ojo nueve veces?
No sé: pienso en los discos de baquelita y vinilo , en el papel secante, en los relojes de cuerda, en las planchas de carbón. Etcétera. Más que objetos perdidos para el mundo, representan mundos perdidos cuyos objetos se han fosilizado. La nostalgia constituye siempre una variedad de la paleontología.