Joaquín Guzmán - Crítica

La irresistible belleza de Iolanta

«La velada se resolvió con un considerable éxito, hecho que hay que valorar teniendo en cuenta que se trata de una ópera desconocida para buena parte del público»

Resulta llamativo que una obra que está muy lejos de haber entrado en el repertorio operístico habitual haya sido programada en una segunda ocasión por el coliseo valenciano durante su corta existencia. Como no podía ser de otra forma teniendo en cuenta que el libreto de esta ópera trata el tema de la luz o mejor, la ausencia de ella habida cuenta la ceguera de la protagonista, posiblemente como metáfora de la exclusión del diferente al que no se le permite sentir como al resto (quizás Tchaikovsky estaba volcando en esta obra, queriendo o sin darse cuenta, su propia y compleja relación con el mundo).

La iluminación es uno de los ejes sobre los que gira la idea estética de Mariusz Trelinski y la escena es única a lo largo de la función, con el único elemento móvil de un habitáculo o cubo abierto a la visión del público donde ha sido recluida, por su padre, nuestra protagonista. Cubo que gira (para mi gusto demasiado) en determinados momentos de la obra y cuando la narración así lo exige. Esta construcción se encuentra en medio de la espesura de un bosque no exento de un halo de misterio, que todavía hace más aislada la vida de la ciega e ignorante Iolanta. La escena, que no la obra, se desarrolla quizás ya en el siglo XX aunque el libreto la sitúa en la Edad Media.

Ya en terreno musical, la primera de las satisfacciones es volver a Henrik Nánási en el podio. Tengo especial predilección por este maestro. Desconozco si estos días se ha hablado con el director húngaro con el fin de que en un futuro pudiera ser titular musical del teatro, pero sería una excelente noticia puesto que es una de las batutas predilectas de los profesores de la orquesta y los resultados musicales, desde el primer día que bajó al foso del teatro, hablan por sí mismos.

Pienso que, además, es un director que al menos a día de hoy, su titularidad podría ser asumida económicamente por el coliseo valenciano. En esta Iolanta su dirección está en el nivel de excelencia al que nos tiene acostumbrados. En esta ocasión, la obra la tiene muy reciente puesto que la ha puesto en liza en el Metropolitan de Nueva York hace escasas fechas.

Aquí hablamos de los colores de la música y es toda una paleta de innumerables tonalidades lo que extrae de la preciosa música del genio ruso. Son los detalles más níminos los que hace que surjan de esta música y que al final dan un sentido dramático coherente a la historia. Para ello es preciso que el director tenga el control absoluto de la formación. Hay que decir que aunque no sea algo que se aprecie a simple vista, es mucho más férreo y complejo el control necesario sobre la masa orquestal para dominar las dinámicas y en definitiva el color de la música que para la precisión rítmica.

Toda la orquesta brilla a gran nivel, una vez más con Nánási, así como el coro, en esta ocasión femenino, que lo sitúa en el foso, como ocurriera en la última ópera dirigida por Abbado, Ernani, aunque no acabo de deducir la razón de ello. Aunque los resultados musicales sean buenos, siempre es mejor desde el punto de vista del espectáculo que permanezca en escena.

La obra comenzó de forma excelente puesto que las tres criadas, en esta ocasión Marina Pinchuk, Olga Zharikova y Olga Syniakova estuvieron magníficas tanto vocal como dramáticamente. Lianna Haroutounian, es la triunfadora de la noche, aunque, como ya dije cuando interpretó Tosca hace un año, no es una voz que me convenza del todo. Su iolanta es más que aceptable, que duda cabe, pero aprecio algunos problemas de proyección e incluso de afinación en determinados pasajes y como ya dije en su momento no me llega a emocionar.

Tampoco ayudaba desde el punto de vista dramático que practicamente en todo momento se encontrara dentro del cubo giratorio. Para interpretar a Vaudemont es precisa una flexible voz de tenor ligero pero no exenta de pujanza pero también lirismo. Valentyn Dytiuk, a pesar de su juventud, supera con buena nota las no pocas dificultades musicales que presenta la partitura, y así fue premiado por el público, destacando especialmente en su uso del falsete. Sí que es cierto que se le vió un tanto inmaduro en el aspecto dramático.

Vitalij Kowaljow fue otra agradable sorpresa con su noble y poderosa voz a la que Tchaikovsky le tiene reservado pasajes en los la voz debe descender a las más profundas simas en el registro grave y ante las que no motró especial dificultad. Me gustó en el papel del médico Ibn-Haqia el armenio Gevorg Hakobyan, con una preciosa y elegante voz baritonal, como también disfruté con Boris Pinkhasovich en el papel de Robert que estuvo fantástico en toda la velada, especialmente en su aria, un caramelito para cualquier barítono, en la que demostró que domina todos los resortes expresivos y un fraseo excelente además de contar con un privilegiado instrumento para ello.

La velada se resolvió con un considerable éxito, hecho que hay que valorar teniendo en cuenta que se trata de una ópera desconocida para buena parte del público. Pero Tchaikovsky, es así: tiene esa capacidad para arrastrarnos sin resistencia posible a terrenos de pura belleza musical.

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