Carlos San Juan, el hombre del bastón que desafía a los gigantes de la banca
Solo teme al día en que deje de ser independiente. Tras sacar los colores a las entidades financieras por excluir a los mayores, este médico jubilado de 78 años mantiene el pulso para que se cumplan los compromisos
A Carlos San Juan no se le ve muy contento con la etiqueta de ‘quijote’. A diferencia del héroe cervantino, empuña un bastón y no una espada. Su única arma en la lucha contra los ‘gigantes’ son las 600.000 firmas que el martes pasado registró en la sede del Banco de España en Madrid para exigir a las grandes entidades bancarias un trato digno a los más mayores.
Cuando llegó a las puertas del Ministerio de Economía se encontró con lo que creía que era una manifestación. Tras acercarse a la multitud de periodistas que esperaban su llegada y que fueron testigos de su encuentro imprevisto con la ministra Nadia Calviño , este zamorano de origen y valenciano de adopción entendió que su propósito de ser «la voz de los que no tienen voz» iba por buen camino. También que había hecho bien en no hacer caso de quienes mostraron su escepticismo cuando, tras lanzar su propuesta en la plataforma change.org, solo consiguió el apoyo de un centenar de personas.
Días después y durante más de una hora de charla con ABC en una cafetería del barrio en el que vive, a pocos metros de la Ciudad de las Artes y las Ciencias de Valencia, las peticiones de entrevistas no cesan. Las anota minuciosamente en una agenda cada vez que suena el móvil, para evitar confusiones. A su familia le preocupa que esta carga de trabajo tenga efectos nocivos sobre la salud de un hombre de 78 años, casado y con una hija. Pero él sabe que sin la exposición mediática no habría conseguido nada y está dispuesto a seguir en primera línea hasta que el fruto de sus reivindicaciones se traslade a la calle.
San Juan llegó a la capital del Turia para quedarse, justo cuando empezaba su carrera como médico, por asuntos familiares. Desprende una vitalidad que muchos quisieran para su vejez y se muestra como un tipo cordial, sensato y cauto. Prefiere que lo tuteen. Su denuncia pública ha situado en la conversación social el abuso de poder que ejercen los bancos sobre sus clientes . De momento, ya ha conseguido que parte del sector financiero amplíe el horario de atención en ventanilla y el compromiso de frenar el cierre de oficinas en entornos rurales. Medidas que espera que se consoliden y que no se queden en mero maquillaje para tapar la tormenta que ha desencadenado.
«A todos nos sobrepasará la tecnología, porque es absolutamente imparable y va muy deprisa. Corremos el riesgo de que nos supere en algún momento de nuestra vida y nos veamos excluidos», comenta mientras señala hacia una mesa en la que los cuatro comensales están mirando el móvil. Por eso defiende que en ese camino hacia lo inevitable haya dos vías: una «lenta» , para que muchas personas se vayan incorporando y aprendiendo con paciencia; y otra «muy respetuosa» para quienes no tienen recursos económicos o culturales suficientes para seguir el ritmo al que estamos abocados.
Su relato vital da pistas de cómo se fraguó la revolución de los mayores. Carlos cuenta que a lo largo de su trayectoria profesional desarrolló la capacidad de escuchar sin juzgar y empezó a hacer suyos los problemas de otros. Algo que cree que no han entendido los tertulianos que lo critican por abanderar una causa de la que él no es el principal perjudicado porque, a priori, se maneja bien con la tecnología. «Se olvidan de esto», agrega mostrando el temblor de su mano, consecuencia del párkinson que padece y que lo apartó de la medicina. De hecho, cada día dedica un tiempo a intentar impedir que la enfermedad evolucione: «Tengo una pluma especial japonesa que es muy flexible. Permite apoyarla fuerte y graduar el temblor para hacer ejercicios de escritura con los que forzar la mente».
Sentirse abandonado
«En el hospital intentaba empatizar cuando veía que los pacientes más mayores necesitaban una ayuda extra. No bastaba con salvarles la vida . Me convertía en una especie de confesor cuando se sentían abandonados por sus familiares. Algunos los dejaban ingresados para irse de vacaciones en el momento en el que estaban más vulnerables», relata.
Fue el germen del carácter reivindicativo que le llevó a no doblegarse cuando, durante su etapa como jefe de Urología en un centro hospitalario valenciano, alguien pedía su cabeza por defender los derechos de los enfermos y de sus propios compañeros de quirófano.
Un compromiso que no fue recíproco y que volvió a mostrarle la peor cara del ser humano antes de jubilarse. Pero prefiere no ahondar en esa cuestión. Se queda con la emoción y el orgullo de saber que algunos de los universitarios a los que enseñaba en la facultad siguieron sus pasos. El doctor San Juan colgó la bata a los 65 años , aunque considera que podría haber seguido en activo hasta los 70 con otras funciones.
Desde entonces es solo Carlos, un aficionado al senderismo que se convirtió en el guía particular de su mejor amigo por los museos de la capital cuando la ceguera le sobrevino a su compañero de aventuras en la sierra. Pero la pandemia truncó esa rutina. La discapacidad de Paco impedía guardar una distancia física prudencial en tiempos de coronavirus para dos personas de riesgo, sin contar el asma que padece el entrevistado. Los achaques de la edad le llevan a recordar con nostalgia sus viajes de juventud en tren a Madrid para poder escuchar en directo el jazz que su padre pinchaba en un tocadiscos. «Era un melómano que apuntaba las veces que ponía en marcha la aguja sobre el vinilo para no desgastarlo», explica con el brillo en los ojos que adivina una sonrisa bajo la mascarilla.
David contra Goliat
«He hecho lo que he podido. Si me engaña la ministra y me engañan los bancos, han engañado a un pobre jubilado y a otros vulnerables que lo apoyaban»
Ahora se permite el lujo de no madrugar mucho tras devorar hasta bien entrada la noche alguno de los clásicos que le gusta leer con su perra Kitty a los pies del sillón. Transitar por las páginas de una novela le permite viajar sin moverse del salón. Eso sí, no admite ninguna historia sin un final bien definido. Es una pasión que también sabe de donde le viene: su madre murió con un libro en el regazo.
Quizás por eso se ha contagiado del compromiso social y ético que desprende la obra de Miguel Delibes , de quien se declara seguidor. Sin embargo, y aunque en un principio pensó que podría ser una forma de contribuir económicamente a causas benéficas, ha declinado la propuesta de una editorial para dejar por escrito sus vivencias.
Tampoco está interesado en la política. «No me han ofrecido unirme a ningún partido, ni ganas. No quiero que cualquier interés adultere esta reivindicación», sentencia. Lo mismo respondió a los abogados que quisieron ayudarle a llevar su cruzada contra las entidades bancarias a los tribunales o a las disculpas personales de directores de sucursal «sin capacidad de decisión». «No se trata de mí, sino de actuar rápido» , incide al argumentar su negativa a fundar una plataforma.
Carlos se conforma con acudir a foros de la tercera edad en los que poder atender el drama que sufre este colectivo y seguir dando largos paseos con su mujer todas las mañanas por el barrio de Monteolivete y el antiguo cauce del río Turia, donde confiesa que le pidieron una foto, aunque asegura que no es muy conocido en la zona.
Hace poco aprovechó una de esas caminatas para acercarse a la cola de un banco y preguntar a una señora si había firmado su propuesta. Como esperaba, la mujer no sabía de qué le estaba hablando. Sí recuerda con ternura la llamada de una niña de 14 años que le animaba a continuar luchando.
Un rumbo incierto
Él solo ha «plantado la semilla», pero es consciente de que la burbuja puede pincharse igual de rápido que se hinchó. Por eso anima a los más jóvenes a que se sumen a su causa . «Cuando vea que mis peticiones se han materializado, me retiraré por el foro». ¿Y luego, qué? «La antorcha tiene que pasar de mano en mano. No podemos dejar que la llama se apague», dice haciendo un símil olímpico.
Asume las opiniones de quienes piensan que ha ido «a lo fácil» y no se ha atrevido a cargar contra la maraña burocrática de la Administración, la pelea continua con los contestadores automáticos de las telefónicas o la odisea durante la pandemia para acceder a una cita médica. Pero está convencido de que su contribución ha valido la pena y ha despertado del letargo a muchos que ya no están dispuestos a tragar con el orden establecido desde arriba para los de abajo en derechos tan básicos como tener acceso a un dinero que es suyo .
«Si se mira a la historia, que es la gran maestra de la vida, muchas grandes causas han terminado mal por falta de constancia o porque se han vendido. Las más justas suelen perecer por adulteración o por cansancio. Si esto se politizara y se utilizara como arma arrojadiza, fracasaría seguro . Yo he hecho todo lo que he podido. Si me engaña la ministra y me engañan los bancos, han engañado a un pobre jubilado y a otras personas vulnerables que le apoyaban, pero nada más», asevera.
Tras beberse el cortado en dos sorbos y apoyándose del bastón que coge con la mano derecha, Carlos San Juan emprende la vuelta a su casa. En el camino, con la mayor naturalidad del mundo, explica que tiene pendiente hacer las gestiones pertinentes para dejar constancia de que quiere que le entierren en Náquera, un pueblo situado a treinta kilómetros de Valencia del que está enamorado. No le teme a la muerte, pero sí le produce «terror» dejar de ser independiente . Si algún día ocurre, como creyente, «pido a Dios que me lleve consigo». «El ruiseñor enjaulado se muere», lamenta.
Justo cuando los dos transeúntes llegan a su destino, una vecina del portal contiguo se acerca al entrevistado. «No le conozco, pero lo que está haciendo es estupendo. Muchas gracias». De nuevo, aparece ese brillo en los ojos del anciano.
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