Ferran Garrido - Una pica en Flandes
Paseo silencioso y triste
«No hay nada más triste que un paseo en el silencio de una ciudad con las persianas cerradas»
Siempre volvemos a los lugares en los que fuimos felices .
La infancia fue un lugar feliz. La ciudad en la que nací fue un lugar feliz. Mi calle fue un lugar feliz. Mi casa era un lugar feliz. Y los recuerdos, los recuerdos fueron lugares felices una vez. Ahora despiertan añoranzas que se agarran a mi garganta para ahogar los sollozos de las emociones de la nostalgia.
Volver no siempre es una experiencia alegre. Recorrer aquel barrio en el que nos salieron los dientes, las emociones y los instintos, muchos años después de haberlo abandonado para dar vida y camino a esos instintos, no siempre nos llena de esas emociones de la alegría. A veces nos cubre la piel del aroma dulzón de las ausencias y de lo que ya nunca volverá a ser igual .
No hay nada más triste que lo que se tuvo y lo que ya nunca volveremos a tener. Cuando cobramos conciencia de que el pasado nunca volverá, nos invade una desazón como de vacío de aire en los pulmones y plenitud en el estómago. Es la vida que pasa y nos llena de recuerdos que van vaciando el tiempo. Un tiempo que corre sin darnos cuenta. Poco a poco, con la exactitud de aquel reloj suizo que llevaba mi padre en la muñeca para marcar cada segundo de mi vida. Mi padre era un lugar feliz.
Yo soy de los que vuelve, con cierta frecuencia, a esas aceras por las que corría de niño. Siempre corría. Era un niño inquieto, como con prisa, siempre con un libro bajo el brazo y con una bicicleta entre las piernas. Y así sigo, con mi libro y con mi bici, aunque mis lugares felices ahora son otros porque los de entonces han cambiado. Siempre que uno regresa, todo ha cambiado .
Mis aceras ahora son un río de gente que no conozco. El paisaje es parecido, pero suena diferente. No sé, como si fuera otra ciudad. Las caras no son las mismas. Antes, eran las mismas cada día, con sus buenos días y sus buenas tardes. Ahora no me reconozco ni a mí mismo en el recuerdo infantil de aquellas calles que se llenaron de felicidad y de recuerdos y que ahora corren otros niños.
Pero lo que más me entristece es ver cómo han ido echando el cierre aquellos locales que también eran lugares felices. Las tiendas, los comercios, los bares del barrio, el horno… y mi librería. Bueno, no era mía, claro, pero mi biblioteca aún conserva cientos de libros que salieron de aquellos anaqueles repletos de ejemplares con olor a polvo y a papel de libro. Ahora solo es una persiana de hierro, cerrada, llena de dibujos con los que alguien decidió decorar de estridencias un futuro que ya no existe.
Primero fue aquello de los alquileres . Luego que si los apartamentos turísticos . Después lo de las franquicias y lo de mucha gente se fue a vivir a otros sitios, luego la pandemia y los confinamientos, ahora el toque de queda que sé que es necesario, pero…
Es verdad que hay peatones, pero esos peatones ya son otros, viandantes que hablan en inglés, y que vienen a su lugar feliz en un suspiro que dura apenas unos días mientras mi ciudad se llena de comercios extraños , de nombres sonoros y muy conocidos, pero extraños al paisaje que recorrimos cuando niños.
Frutos cerró sus ultramarinos. Clemente echó el cierre de aquella charcutería que olía a trufa y a jamón del bueno. Pepe ya no arregla bicicletas, no sé qué voy a hacer sin él. Fina, la florista, aguanta por amor a sus claveles, pero sus plantas languidecen cada primero de noviembre sin clientes de esos que compraban flores. Dos tiendas de ropa resisten, de las buenas, de las de toda la vida, pero Rodolfo, el sastre ya cerró, y también la horchatería y ahora, para tomar un chocolate, tengo que ir a una franquicia de nombre impronunciable que te cobra el café con leche a precio de solera reservada.
Lo último en cerrar, la librería. Se la ha llevado por delante el cierre de este virus que dará para muchas novelas pero que ha dejado al barrio sin sus libros. Bueno, eso y también internet. Y que los turistas no compran libros. Ha bajado la persiana y ha dejado dentro, en la obscuridad del polvo de los recuerdos, a Jim, el de La isla del tesoro, a Tonet, con sus cañas y sus barros, y a aquel niño que miraba fascinado las estanterías sabiendo que su futuro, con sus emociones y sus instintos, era de letras, de libros y de palabras.
No hay nada más triste que un paseo en el silencio de una ciudad con las persianas cerradas y con los lugares donde fuimos felices, vacíos. No sé, me da a mí que no vuelvo al centro.