Ferran Garrido - Una pica en Flandes

Una historia mortal de coronavirus

«Sé que es cruel, pero no puedo dejar de pensar en que esos hijos no van a poder volver a mirar a su madre a los ojos. Y que esos nietos van a vivir para siempre la amarga resaca de sus fiestas veraniegas»

Última hora del coronavirus y los rebrotes en la Comunidad Valenciana

Juan tenía 76 años. Acaba de fallecer en una cama de la UCI de un hospital, después de 25 días ingresado. Con respiración asistida. Inconsciente. Se ha ahogado en su propia soledad, en su falta de aire, en sus pulmones quemados por la neumonía. Le ha matado este coronavirus que nos acecha y que siega vidas con la frialdad y la indiferencia de un asesino en serie .

Conocí su historia con el final del mes de agosto. Me debato entre la rabia, la pena y la mala leche. Mucha mala leche, porque su muerte se había podido evitar . Como tantas otras. No les hablo de cuestiones médicas, ni de tratamientos, ni de una cuestión asistencial. La de Juan es una historia mortal de mala suerte, de imprudencia y de irresponsabilidad de la que él no ha tenido ninguna culpa. Pero está muerto.

Sé que, tal y como voy a contar esto, estoy abocado a ser todo lo cruel que puedo llegar a ser. Pero no puedo evitarlo. Juan no merecía morir así . Nadie, ninguna de las más de 53.000 víctimas de la pandemia que llevamos en España merecían morir así. Pero Juan es el ejemplo de lo que nunca debería suceder.

La mala suerte de Juan comenzó por verse rodeado de personas imprudentes. Y lo más retorcido de todo es que esas personas son las que él más quería. Seguramente las que más le querían. A los 76 años se quiere mucho a los que se quiere. Y él lo hacía. Sólo faltaba el punto de irresponsabilidad . Y llegó. Y no será porque no estamos avisados.

Imagen tomada durante la primera oleada de la pandemia en el Hospital Arnau de Vilanova (Valencia) MIKEL PONCE

Como cada año, con el mes de agosto, toda la familia se fue a la casa de vacaciones, junto al mar. A un lugar delicioso pero que, con las cifras del parte de guerra de cada día, se fue convirtiendo en un polvorín de infectados por el Covid . Sus hijos y sus nietos vivieron el mes de agosto como si no hubiera un mañana, como si fuera ayer, como el año pasado, con fiestas, alegrías, amigos y relaciones sociales. Con noches hasta el amanecer, que había que quitarse el olor a naftalina de los encierros y el confinamiento… Y no digo más.

A finales de agosto saltaba la alarma. Síntomas, carreras al centro de salud, pruebas, caras de nervios, de preocupación… desesperación. Toda la familia contagiada . Pero Juan tenía 76 años. Su mujer, compañera inseparable de toda la vida, ha superado la enfermedad tras un ingreso hospitalario complicado. Él nunca llegó a saber que ella estaba también en el hospital. Mejor así. Eran una pareja admirable. Durante toda su vida se cuidaron mucho y cuidaron a los que más querían. Mucho. Gente sana, deportista, activa, noble, entregados a su familia. Qué injusto, ¿verdad?

Nunca he soportado ni la estupidez ni la injusticia. Además, la injusticia suele ser bastante estúpida. Sé que es cruel, pero no puedo dejar de pensar en que esos hijos no van a poder volver a mirar a su madre a los ojos . Y que esos nietos van a vivir para siempre la amarga resaca de sus fiestas veraniegas. Y que ella, nunca va a poder perdonar. O tal vez sí, porque ellos cuidan y quieren a los que más quieren. A pesar de todo. A pesar del dolor y de la muerte. A pesar de la imprudencia de una conducta que metió el virus en sus vidas. Y en su muerte. Espero que, al menos, ellos no se lo perdonen nunca a sí mismos. Seguro que no se lo van a perdonar.

No voy a criminalizar a nadie. No. Pero que no me vengan con protestas por el confinamiento, ni por las medidas extraordinarias. Ni por las mascarillas, ni por el gel desinfectante, ni por lo del lavado de manos, ni por el cierre de locales. Anoche mismo, en Alicante, la policía tuvo que actuar en una fiesta con más de 50 personas dentro . Sin permiso, sin distancia, sin prudencia… con esa imprudencia que está llevando la muerte a nuestras casas para acabar con la vida de nuestros mayores por la puerta de la conducta más insolidaria que jamás se ha visto.

Juan tenía 76 años. Y estaba lleno de vida. Hoy está muerto.

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