Ferran Garrido - Una pica en Flandes
Una historia de golfos, consentidos y botarates
«Hay gentes que viven la vida como una de esas series de televisión donde lo que importa es el lujo y la diversión, y en las que la frivolidad es el patrón a seguir»
Bea anoche tuvo un sueño. Una pesadilla, diría yo, aunque ella me la relata como si de un cuento fantástico se tratara. Yo sé que la fantasía tiene que ver mucho con los miedos y, en estos tiempos de pandemia, no es nada raro que las gentes responsables tengan malos sueños. No me extraña, con todo lo que hemos pasado, que la noche nos reserve la imagen onírica de nuestros temores . Pesadillas…
Nunca pensé que tuviera que dar la noticia dos veces. Pero ya se sabe, la realidad supera con creces a la ficción y, mientras unas tienen pesadillas, otros viven la vida en rosa alejados de la realidad en una ficción onírica diferente, pero que con mala suerte les puede llevar a un final de película de miedo. Y es que hay gentes que viven la vida como una de esas series de televisión donde lo que importa es el lujo y la diversión, y en las que la frivolidad es el patrón a seguir. Y esos, esos no tienen pesadillas. Son parte de la pesadilla .
Cuando la otra mañana me desperté, al abrir el ordenador, con la noticia de que la Policía Nacional había tenido que intervenir para interrumpir una fiesta de estudiantes en Valencia , unos 200 según testigos, me vinieron a la cabeza una serie de improperios impropios de mí. Pero cuando vi que la fiesta se había producido en el Colegio Mayor Galileo Galilei, no dudé en dejar salir esos improperios. Claro, estaba solo, en mi mesa de trabajo y sin público. No voy a repetirlos en este momento, pero les invito a que los repitan, desde su imaginación, conmigo. Y no se corten. Carguen tintas y peguen fuerte. Se lo merecen .
El pasado mes de octubre, con el arranque de la segunda ola de la pandemia, me tocó cubrir la noticia de la macrofiesta de estudiantes que había tenido lugar en ese mismo colegio mayor, de gestión privada pero enmarcado dentro de las instalaciones de la Universidad Politécnica de Valencia. Una fiesta que acabó en confinamiento de todo el centro durante un par de semanas, con un brote de coronavirus que afectó a 168 jóvenes, y que acarreó el cierre de aulas con los consiguientes perjuicios para 25.000 alumnos.
Insisto en las cifras para dar la dimensión informativa del asunto y no quedarme sólo en el insulto, que en realidad es lo que me apetecería hacer. Me falta una. En aquella ocasión los agentes del orden identificaron a 214 participantes en la fiesta, eso sí ibicenca, faltaría más, que tuvo lugar en la azotea del Galileo y que duró dos días. Esos fueron los identificados, pero me dijo un pajarito que en realidad había más gente .
Pues bien, después de todo aquello, esta vez la cosa se traslada a las instalaciones interiores del edificio, no vaya a ser que se les vea, y de nuevo la diversión se pone en marcha hasta que pasada, muy pasada, la medianoche, la Policía interrumpe la fiesta. De distancia de seguridad nada de nada, faltaría más, y de mascarillas ni hablamos. Eso sí, excusas no faltan, pero la versión oficial es mala, muy mala, y no pasa el filtro del interrogatorio. Hay que ser muy gilipollas para creerse que habían coincidido de casualidad al volver todos a casita a la misma hora . Bueno, para creérselo y para contarlo.
Pero eso no es lo peor. Lo peor es la actitud. Porque este es un caso que trata sobre la actitud de estas personas, que se pasan por el forro de sus prendas de marca la necesidad que tenemos todos de protegernos frente a la transmisión del coronavirus. Bueno, por el forro y por el cubata que, oiga, a esas horas sientan muy bien. En el colmo del cinismo, cuando los medios de comunicación desembarcan ante la fachada del colegio mayor, encima se permiten el lujo de chotearse e incordiar a los profesionales que van allí a hacer su trabajo de informar. Es lo que hay. Miedo me da cuando crezcan.
Cuando encima uno se entera de que la mayoría de estudiantes alojados son de Medicina y Enfermería, lo que en el brote de octubre ocasionó el cierre de las zonas de prácticas de sus respectivas facultades, se me pone a hervir la sangre. Insisto, es lo que hay. Y digo yo que, los padres de los susodichos, además de pagar por el alojamiento de sus pequeñines entre los 700 euros de la habitación normal y los 1.300 del «ático deluxe» de la residencia, podían preocuparse un poco de sus actividades extraescolares . Digo yo.
Llegados a este punto, con la retahíla de insultos contenida, pero a flor de piel, pienso en las palabras del President de la Generalitat, Ximo Puig, escandalizado ante los hechos, pidiendo sanciones ejemplares. Y estoy con él. ¿Qué tal una expulsión de la Universidad completada con un confinamiento absoluto hasta pasadas las Navidades?
No lo digo como propuesta represiva. En absoluto. Lo propongo como medida de protección de sus familias , sus hermanitos, sus papis y, sobre todo de sus abuelos, no vaya a ser que se junten con ellos durante estas fiestas y la liemos. Como medida de protección de todos los que podamos cruzarnos con ellos en la calle, en el autobús o en el metro. Aunque me da a mí que los de la fiesta no son mucho de transporte público.
En fin, espero del Rectorado del Politécnico algo más que una condena verbal. Y de la dirección del Galileo espero… bueno, no sé lo que espero, pero algo espero.
En medio de este ejercicio de contención del insulto que estoy haciendo, vuelvo a recordar la pesadilla que hoy me ha contado Bea. No voy a dar detalles, pero en el fondo no refleja más que miedo. Todo el miedo que estamos pasando todos en estos tiempos. Miedo al virus y miedo a muchas más cosas .
Por eso creo que este caso es muy triste y no es más que una historia de golfos, consentidos y botarates.