Sergi Doria - Spectator in Barcino
Barcelona sin lazos ni cadenas
Barcelona cuenta con dos museos que la distinguen en el mapa mundial: el Picasso y la Fundación Miró (la Tàpies es opinable). Tiene también, un museo modernista al aire libre: las casas Milà y Batlló, la Sagrada Familia, el Palau y el parque Güell, la Casa Calvet, la magníficamente restaurada Casa Vicens, el colegio de las Teresianas, Bellesguard… Al patrimonio gaudiniano se añade el Palau de la Música y el Hospital de San Pablo, ambos de Domènech i Montaner; la Casa de les Punxes y el Palau Macaya de Puig i Cadafalch.
En esa ágora de libertad de la sociedad civil digna de tal nombre que es el Círculo del Liceo, Emmanuel Guigon y Marko Daniel -directores del Picasso y la Miró, respectivamente- desecharon la estrategia de franquicias postizas y exposiciones de refritos; Barcelona debe aprovechar la cultura que le da sentido, sin necesidad de competir -para perder- con Nueva York, Londres o Estrasburgo.
Como ejemplo, «La cocina de Picasso»; este relato de alimentos terrestres sublimizados en arte comienza en la taberna Els Quatre Gats, donde había más comida pintada que cocinada. El joven Picasso, malagueño de ávidos ojos azabache, dibujaba el austero menú y se cobraba sus croquis al carbón con una ensalada de trozos de tomate y mustias hojas de lechuga.
Quiso el maldito azar que mi visita al museo Picasso coincidiera con la necrología de David Douglas Duncan, el fotógrafo que inmortalizó al pintor en su taller de Cannes: fileteaba un lenguado a la «meunière» y rebañaba la espina como si tocara la armónica, o evocara las hambres modernistas de Els Quatre Gats. Devorado el lenguado, Picasso inmortalizó su espina en el barro.
La materia piscícola, como si fuera la materia de Bretaña, daría un amplio repertorio de platillos arcillosos: la corrida de toros con lenguado, la verdosa naturaleza muerta de tres peces; otros peces con rodaja de limón o sobre fondo oscuro…
La primavera de 1928 -acaban de cumplirse 90 años- la revista «Gallo» traducía para toda España el «manifiesto antiartístico catalán». Conocido también como «Manifest Groc», lo rubricaron Salvador Dalí, Sebastià Gasch y Lluís Montanyà. Dice el refrán que para gustos colores y el amarillo que era tan vanguardista y transgresor en 1928 colorea hogaño el tribalismo reaccionario que atiende a la denominación de nacionalismo, soberanismo, independentismo o separatismo.
Pues bien, en aquella primavera vanguardista de hace noventa años, cuando el amarillo no coloreaba lazos de plástico, el trío Dalí-Gasch-Montanyà ya advertía de la «inútil discusión con los representantes de la actual cultura catalana». Se referían, claro está, al Noucentisme de pretensiones pseudoclásicas, incapaz de engarzar una novela urbana con aquellas matronas asexuadas que tanto éxito tuvieron, pocos años después, en la imaginería fascista. «¿De qué os ha servido la Fundación Bernat Metge, si después habéis de confundir la Grecia antigua con las bailarinas pseudo-clásicas?».
Los firmantes arremetían contra «los lugares comunes raciales de Guimerà. En 1930, en el Ateneu, Dalí calificó al autor de «Terra baixa» de «pederasta pelut»; lamentaban «la sensiblería enfermiza» del Orfeó Català. No era una «boutade», sino la más lúcida definición del perverso reciclaje romántico «de canciones populares, adaptadas y adulteradas»: la tonada popular convertida en himno de Els Segadors es un ejemplo y que Lluís Puig -decano de sardanas y castells- se creyera ministro de Cultura de la República Catalana, una pesadilla; se cargaban también «los venenos artísticos para uso infantil»: los cuentos de Folch i Torres que gusta citar a Quim Torra, «De quan les bèsties parlaven».
Recomendaban, en fin, que en las escuelas dejaran de cantar «rosó, rosó» y se iniciara a los educandos en la música de Stravinski, la pintura de Picasso, Chagall, Miró… ¿Comprenden la negativa nacionalista de dar una calle a Dalí? Hace noventa años, Madrid y Barcelona tendían a la cocapitalidad cultural. «La Gaceta Literaria» de Giménez Caballero organizó en la Biblioteca Nacional de Madrid una Exposición del Libro Catalán. Porque la edición es otro tesoro barcelonés. En 1928: Editorial Catalana, Políglota, Catalònia, Gili, Salvat, Sopena… Hoy: Grupo Planeta, Penguin Random House, Anagrama, Tusquets, Acantilado, 62, Proa, Asteroide…
De nada servirá ese patrimonio con un independentismo que detesta una Barcelona cocapital de España; Maragall lo planteó a un Ruiz Gallardón más proclive a la cooperación que la competencia. De los catorce miembros del Govern, once provienen de comarcas. La resurrección de la Corporación Metropolitana -la gran aportación maragallista- aterroriza. Al nacionalismo, porque aboliría la trama de clientelismos comarcales que urdió Pujol; a los comunes, porque tienen una concepción maoísta de la cultura.
Si Barcelona no recupera el espíritu de 1928 -aquel revulsivo «Manifest Groc», aquella vocación hispánica- acabará en anodina capital de provincias. Ahogada por los lazos del rencor, las cadenas de la CUP en el dragón del parque Güell y museos como el Etnológico que el Consistorio de Trias reconvirtió en «Templo del Caganer».