Todo irá bien

Un lugar entre los dioses

Margarit sabe lo que quiere hacer y lo hace muy bien. Cuando se dedica a ello es de una altísima, insuperada calidad

Interior de una de las tiendas Margarit FACEBOOK

Salvador Sostres

No soy muy de comer en casa pero a veces lo hago. Hace algunos años que compro la carne en Margarit. Tienen algunas tiendas en la parte noble de la ciudad. Yo suelo ir a la de Manuel Girona, aunque a veces me viene más de paso la de Benito Mateu, sobre todo cuando volvemos con mi hija del colegio, bajando por Mayor de Sarriá.

Al principio compraba carne y nada más. Las hamburguesas de ternera, solas o con queso. Las salchichas, las butifarras ibéricas. Y el bull que tanto le agrada a Maria para desayunar. Compraba sólo para ella, y sólo estos productos, de una altísima calidad, sin darles a los demás ninguna oportunidad.

Luego un día mi hija vio unas croquetas de jamón y compramos unas cuantas. Le parecieron sensacionales, però no tant com les de l’àvia, como añade siempre que dice que algún plato le gusta, para dejar claro ante todo el mundo que su cocinera preferida es mi suegra. Me gusta tu estilo, Maria, porque somos lo que defendemos. Y no basta con pensarlo, hay que decirlo. Yo suelo decirlo dos veces. Los que se disimulan para evitar el conflicto son los que más daño nos acaban haciendo.

Las croquetas son una medida de todas las cosas y que Margarit superara esta prueba me hizo confiar en la casa: no a ciegas, pero sí con algo más de soltura que hasta entonces. Probé con los quesos: el Reblochon está bien, aunque algo insípido, el Brie es pasable, pero rara es la vez que los cremosos de vaca como el Camembert no están crudos por dentro, aquella terrible pasta blanca. Tanto en su variedad como en su calidad, la oferta quesera de Margarit es, como mucho, convenvencional.

Para que no fuera tan breve la aventura de mi incipiente soltura, regresé a las carnes y compré libritos de lomo con queso y jamón: otra vez sobresalientes, como los churritos de pollo rebozado, otro indiscutible diez. Con el jamón ibérico volví a una cierta convencionalidad: no es desastroso, pero tampoco es el de Semon. Me pregunto por qué Margarit no se limita a vender aquello en lo que es imbatible. No todo el mundo es como yo ni está dispuesto a dar tantas oportunidades. No todas las tiendas son como Margarit y es una lástima que productos menores empañen su altísima fidelidad.

Al cabo de unas semanas, fue otra vez Maria quien se atrevió a abrir una nueva línea de degustación y me pidió que le comprara unos macarrones. El aspecto del envase y de la etiqueta, con el queso rallado por encima pegado al plástico que lo envolvía, no era en absoluto halagüeño. Y pensé: ya verás, otro fracaso. Cuando llegué a casa y me puse a gratinarlos, tuve esta sensación por duplicado al verme rascando como un idiota el queso que efectivamente había quedado pegado en plástico. Pero me vi inmediatamente obligado a rectificar mi cinismo, y volverlo esperanza, cuando al fin los probé: estaban buenísimos y eran elegantes, sin excesos de ningún tipo. La pasta en su punto. La carne, sabrosa. Sin demasiada salsa, sin festival de aceite, sin grumos de cebolla. También la niña los saludó con entusiasmo, aunque no sin recordarme que los de su abuela –que se llama igual que ella– son mejores.

Pero el hallazgo definitivo fue mío –lo siento, Maria– y tuvo lugar el lunes. Son unas rodanchas de pollo relleno de foie y trufa, y de carne trinchada del mismo pollo. Grosor de un dedo. Frío. Terso el pollo, suave el foie, intensa la carne trinchada. Es el prodigio de la cocina del frío: estilizada, sometida, sin la forma del animal. Ni le sobra ni le falta nada. Sin salsa, con la piel. Lo venden en sobres envasados al vacío pero a veces tienen la pieza entera y puedes pedir que te la corten: mucho mejor. Todavía una canción de amor de la mejor tradición de la cocina francesa, hoy ahogada en su propia arrogancia. Hay otra versión que lleva setas en lugar de trufa: no es mala, pero prefiero la original.

Margarit sabe lo que quiere hacer y lo hace muy bien. Cuando se dedica a ello es de una altísima, insuperada calidad. Como todos cuando jugamos a lo que sabemos, Margarit se impone con sus carnes y con su cocina, con su «bull del perol» igualmente extraordinario. Y luego, cuando sale a empatar, pues pierde, también como todos cuando nos presentábamos al examen a por el aprobado raspado y solíamos quedarnos en el tres o en el cuatro: es lo que le pasa con el jamón ibérico y con los quesos, que no es que sean un desastre ni que no se puedan comer, pero quedan muy por debajo de la indiscutible excelencia de la casa en sus apuestas seguras. Y lo peor es que la banalizan, porque Margarit está en disposición de competir con los mejores, con sus aciertos que son tan estratosféricos que son definitivos.

En este sentido, las dependientas, que suelen ser muy amables y serviciales, tendrían que saber algo más de las joyas que están vendiendo. Son buenas dependientas de una charcutería de barrio, tienen sentido común y te aconsejan bien. Pero si Margarit apuesta por ser la alta tienda que en realidad es, tiene que ser creíble en esta apuesta y sus vendedoras tienen que saber exactamente lo que venden e interio rizar un relato de cada producto que ayude al cliente a conocer el valor, el interés, la nobleza de lo que compra. Margarit, por su calidad, va más allá del «esto está muy bueno» y tendría que poder transmitirlo a sus clientes.

En lo que Margarit destaca, vence sin duda a toda su competencia, y por eso resulta decepcionante que diluya su genio en medianías que no le hacen ninguna falta. Si Margarit quiere jugar a jamones tendría por lo menos que igualar los Semon; y si quiere jugar a quesos, tendría que discutirle el liderazgo a la Viniteca de Quim Vila. Todo lo que no sea salir a ganar la rebaja injustamente a colmado Pérez, cuando merece un lugar entre los dioses.

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