Salvador Sostres - GASTRONOMÍA

Fismuler y lo esencial

Fismuler es la realización de lo cotidiano elevado a la metáfora del gusto de vivir

Interior del Fismuler de Barcelona ABC

Salvador Sostres

He ido volviendo a Fismuler. Me gusta. Me gusta mucho. Noto que cuando voy como especialmente rápido, más de lo habitual, que ya es decir. Me gusta Fismuler por la gracia. Es un restaurante de platos perfectamente comprensibles –alitas de pollo, carne rebozada, arroz, vainas, tartar de gambas– pero todos elevados por un toque mágico que los vuelve emocionantes. Es lo mismo que pasa con la jarra de zumo de tomate. Traiga otra y otra más. He llegado a emborracharme bebiéndolo compulsivamente, y lo digo porque lo más curioso es que no lleva alcohol.

–Jaime, ¿seguro que no lleva alcohol?

–Seguro.

–¿Ni un poco?

–Nada.

Y yo les creí. Pero mi sensación de pedal era incuestionable. Fismuler es esta gracia. El huevo pasado por agua roto y esparcido sobre la escalopa vienesa, las alitas de pollo con puré y trufa, las vainas ligadas con una sedosa crema de las propias vainas. Fismuler parece previsible pero acabas andando –o más bien flotando– dos palmos por encima del suelo. Parece una cocina fácil, de tener la idea y de realizarla, pero cuando piensas detenidamente en cada plato descubres su complejidad secreta, nada exhibicionista, pues la casa pretende tu felicidad y no su lucimiento. Como así tiene que ser, o tendría que ser, en todas partes, aunque tantas veces ocurra lo contrario.

En cambio en la sala, tres detalles contradicen esta decidida voluntad de complacernos. Tres detalles menores, fácilmente solventables, pero en los que equivocadamente Fismuler insiste, porque cree que son algo así como sus señas de identidad de la casa. Vuestra identidad es mi alegría y dejaros de historias. Me recordáis a la tonta costumbre que tienen algunos poetas, de mandar a las revistas literarias sus poemas peores.

El primer detalle es el cazo en el que se sirven los cubiertos. Es una originalidad que tiene poco sentido e interés ninguno. ¿Por qué? Pero es que, además, el cazo no es estable, y vuelca cuando retiras los tenedores. Contar un chiste malo tiene un pase. Pero si encima lo cuentas mal o no te lo sabes, ¿por qué vienes a molestarnos?

Luego está la manía, no exclusiva de Fismuler, pero no por eso menos irritante, de decorar los platos espolvoreando perejil o cebollino por encima. Decorar es de fulanas. La buena cocina no decora. En el plato sólo tiene que haber lo estrictamente necesario y hay que tener un paladar de esparto para no darse cuenta de que el cebollino no es neutro, y tiene sabor, y además un sabor particularmente ofensivo, que altera el equilibrio gustativo de lo que vas a comer. Decorar es de cocineros afectados, mediocres, sin ningún talento que defender y por eso tienen que perder el tiempo –y hacérnoslo perder– con hierbecitas cortaditas.

La tercera bobada es el café, servido del modo más rocambolesco y poco práctico. Café americano, sin ningún sabor, sin ninguna textura, sin ninguna gracia, y todo por recrear la pijada de colártelo en la mesa.

La cocina y el espíritu de Fismuler es y representan todo lo contrario, y viven en las antípodas de la estéril filigrana. Ahí está el ejemplo del servicio: atento, eficaz, nada invasivo, sin ninguna horterada que nos distraiga.

Fismuler es la realización de lo cotidiano elevado a la metáfora del gusto de vivir, sin perder nunca el contacto con la realidad, pero esperándote a la vuelta de la esquina para tomarte de la mano y llevarte por donde no esperabas. Esto, cuando se hace con talento y con gracia, te vuelve imbatible y yo muchos días cruzo mi ciudad para ir a tomar lo que en el fondo es un arroz con cosas –van variando–, un carpaccio, unas verduritas y un poco de carne rebozada. ¿No es extraordinario? ¡Coño, que yo tengo Via Veneto a diez minutos andando de mi casa!

Cuando tú tienes este encanto, esta poder para hacer que uno como yo, que no soy el primer imbécil que pasa, cruce la ciudad por ti, no puedes apartarte ni un milímetro de lo esencial de tu talento, y tienes que dejarte de tonterías que cualquiera que te quiera tomar en serio, pueda rechazarte de entrada sin entrar a valorar el fondo. No puedes distraerte, ni distraer a tus clientes, con chuminadas que no llevan a ninguna parte, que son molestas, y que además perjudican la experiencia que en su conjunto tenemos cuando acudimos a tu casa. El cazo de los cubiertos, la tontería del café al calcetín y el naufragio de decorar platos son cosas que hay que dejar para los restaurantes de tercera regional –como los del Grupo Tragaluz– que no tienen nada realmente brillante que ofrecer y han de hacer su agosto jugando con hojalatas.

Fismuler está por encima, muy por encima de esta triste rendición por supuesto gastronómica, pero sobre todo intelectual, que supone basar tu identidad en truquitos de tres al cuarto en lugar de lo que hay de verdaderamente sustancial en ti y en tu arte.

Hay que ir a Fismuler. Hay que disfrutar de Fismuler como el niño que todavía espera la hora del recreo para salir a jugar con sus amigos. Con la misma pasión, con el mismo gusto por vivir, entregándonos del mismo modo, generoso y total.

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