La suerte que hemos tenido

«El Xalet de Montjuïc hace un tiempo que ha dejado de creer en sí mismo»

Aspecto y vistas del Xalet INÉS BAUCELLS
Salvador Sostres

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Estuve una vez o ninguna en el Xalet de Montjuïc en sus años de esplendor, inmediatamente previos a la crisis. La semana pasada el señor Soler, su propietario, tuvo la cortesía de invitarme a comer con él. Nunca he esperado gran cosa de los restaurantes con vistas y acudí por lo tanto escéptico a la cita.

Pero sólo llegar quedé impresionado por el espacio, extenso, diáfano, único en la ciudad. Por sus vistas, por supuesto, pero también por la cantidad de metros cuadrados y su sobria disposición, entre el edificio y la terraza. También la cocina me sorprendió, y gratamente, con Jordi Anglí al frente. Un cocinero serio e inteligente, 40 años, sólido en su formación, equilibrado en la estructura de sus platos y extremadamente delicado en sus texturas y puntos de cocción. Una carta de repertorio más bien clásico que pasada por su talento trascendía en vigor e interés a lo que cabe esperar de este tipo de cocina.

Por motivos que no sólo pueden ser corregidos, sino que tienen que serlo, y que pronto lo serán, el Xalet de Montjuïc hace un tiempo que ha dejado de creer en sí mismo: tiene el talento de Anglí, la calidad de su espacio, el poder de su ubicación y de sus imponentes vistas sobre Barcelona, pero por lo que sea ha ido quedando relegado en una segunda o tercera fila dentro de las preferencias de los barceloneses y no ha sabido reaccionar a tan funesta inercia.

Y hay que decir que el Xalet es un muy buen restaurante, de cocina equilibrada, confortable, tranquila, gustosa, reconocible, que nada tiene que envidiar a los buenos restaurantes de la ciudad de su misma inclinación. Con un estilo que, por buscar algún referente, se parece más al de Carles Gaig o Nandu Jubany que al de Rafa Peña o Albert Adrià, Anglí es un autor notable, sabe lo que hace, lo que quiere y cómo conseguirlo. Su carta parece inocente, y hasta algo ingenua, pero luego llegan los platos y todos tienen su encanto que no esperabas, su elegancia conceptual y su afinada resolución. Que me sorprendan con una croqueta tiene mérito a estas alturas de mi vida, y Jordi Anglí lo hizo. Cremosa, sedosa, envolvente.

Comiendo con el dueño de la casa, propietario también de Can Cortada y Can Travi, descubriendo la cocina de Anglí y con la ciudad fría y soleada a mis pies, pensé en la inmensa suerte que hemos tenido y en lo soberanamente cretinos que somos despreciándola. No es nuestro derecho sino nuestro deber no ser mezquinos con Dios. Tenemos Barcelona, tenemos el talento concentrado de los mejores cocineros del mundo, tenemos el sol y una ciudad maravillosa y nos pasamos el día enfadados, quejándonos, peleándonos, pisoteando los dones de la Creación a cambio de no se sabe exactamente qué y que en cualquier caso nunca acaba de llegar.

Nos ha tocado vivir en la era más próspera, en el lugar más afortunado y bendecidos por una vida confortable, amable, sin dramáticos sobresaltos. Nuestro barco ha atracado en la bahía de la tranquilidad. Tendríamos que preguntarnos si es ya no correcto sino simplemente presentable lo que estamos haciendo. Tendríamos que preguntárnoslo sinceramente y tratar de hallar la respuesta en lo más hondo de nuestro interior.

Sentado en la mesa del ventanal del Xalet, rodeado de belleza y de talento, de nervio empresarial y de la sensación de que todos los prodigios están a nuestro alcance, sentí una mezcla de vergüenza y de esperanza. La vergüenza por lo que hace años que llevamos haciendo con nuestra buena suerte, insultándola, escupiéndola, burlándonos con nuestra gravedad impostada de los que no tienen nada y con todo en contra consiguen salir adelante, y con una brillantez admirable. Y sentí también la esperanza de darme cuenta de que todavía tenemos la vida, y que pese al desprecio y a la impostura, nuestra buena suerte continúa intacta, y el talento, y los espacios físicos y morales, y nuestra naturaleza no del todo viciada, que todavía conserva el impulso de la alegría y el instinto de la bondad.

Todavía tenemos sobre lo que construir, sobre lo que salvarnos, sobre lo que poder decirles a nuestros hijos que les trajimos al mundo por algo, algo realmente hermoso y extraordinario, y que merece la pena que se esfuercen y que luchen por preservarlo y mejorarlo.

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