Robert Forster, magia y ensalmo en la Torre de la Canción

El australiano conquistó L'Auditori de Barcelona con una espléndida actuación acústica

Robert Forster, durante su actuación en L'Audiori Indi Van Lerssen / Houston Party

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-Mira, mueve la cabeza como si aún tuviese melena.

-Sí, y no para de mirar hacia atrás y hacia los lados, como si aún tuviese banda.

Andaba Robert Forster taconeando sobre el escenario con sus boots of spanish leather (o eso dijo) y abrazando sus canciones como si las estuviese acunando en público y era imposible no pensar en el milagro que supone que, a solas sobre el escenario, sin banda e incluso sin melena, el australiano siga siendo capaz de levantar frondosas catedrales acústicas sin más armas que una guitarra, ridículo florete para alguien que, recuerden, pasó un día por el Morrissey de las antípodas.

Eso, claro, fue entonces, cuando los dinosaurios poblaban la tierra y The Go-Betweens pasaban por ser una alternativa algo menos trágica al exquisito melodrama pop de los Smiths. Ahora, como el Leonard Cohen crepuscular (ya saben: «well, my friends are gone and my hair is grey» ), el exsocio del llorado Grant McLennan sigue pagando religiosamente su renta en la Torre de la Canción y puliendo aristas de esas composiciones que, a diferencia de las de su compinche en The Go-Betweens, siempre nacieron retorcidas y esquinadas, como enredaderas de pop que de pronto se disparan por el lugar más imprevisto.

Así que, sin banda y sin melena pero con un manojo de canciones que aguanta hasta los desnudos integrales más escandalosos, Forster bordeó una vez más el ensalmo y consiguió que su espigada y algo desgarbada figura acabase llenando todo el escenario. Sólo él, su guitarra y un repertorio clásico en el mejor sentido del término que, de la inaugural «Born To A Family» a la sardónica «Rock And Roll Friend», acabó transformando una simple actuación en una clase magistral.

Teoría y práctica de la canción pop (o algo así) a cargo de uno de un compositor que lo mismo surfea los deliciosos coros (cortesía del público, claro) de «Surfing’ Magazines» que desvela parte de su método compositivo para explicar los viajes en el tiempo de «Darlinghurst Nights» o lo problemático que puede resultar escribir una canción por encargo de una entonces novia que, lo que son las cosas, no tardaría en convertirse en exnovia.

Exquisitamente irónico, el australiano jugó manos seguras como «I Love Myself (and I Always Have)» y «Head Full of Steam»; visitó su último trabajo, «Inferno», para recuperar piezas como «Life Has Turned a Page», «One Bird in the Sky» y «Remain» y, ya puestos, atreverse con el que, dijo, era el primer solo de guitarra de su historia; y demostró que canciones tan bien diseñadas como «Spring Rain», pura emoción en formato acústico, sobrevivirían a cualquier mutación imaginable.

Una hora y media de magia y ensalmo que duró poco, quizá lo justo para que nadie se preguntara qué había sido de esa violinista de acompañamiento que se anunciaba en el cartel y que al final ni apareció ni acompañó. Tampoco a ella, como a la banda, se la echó de menos.

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