Metallica, aplastantes y rumberos en el Palau Sant Jordi

La banda californiana reivindica con contudencia su presente y su pasado más remoto en su regreso a Barcelona

James Hetfield y Lars Ulrich, durante una actuación de Metallica EFE
David Morán

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Sonaba «Seek & Destroy», con sus fraseos de guitarra como de cortocircuito de un millón de voltios y su ritmo de autoridad aplastante, y por un momento Metallica volvieron a ser aquellos tipos de pintas infames, restos de acné juvenil indisimulado y apetito voraz por merendarse el metal y escupirlo convertido en algo mucho más fiero, amenazante y veloz. Ahora, ya se sabe, los californianos son otra cosa y, después de casi cuatro décadas de carrera, se han transformado en «una marca que colma el apetito de las masas», tal y como escriben Paul Brannigan e Ian Winwood en «Nacer-Crecer-Metallica-Morir», biografía de la banda que acaba de poner en circulación la editorial Malpaso. Un aparatoso animal de estadios con un par de décadas para el olvido que, sin embargo, aún encuentra la manera de reconectar con aquellos cuatro jovenzuelos que salieron de San Francisco echando chispas con discos como «Kill’Em All» y «Master Of Puppets».

Esa, de hecho, es la idea que acompaña a «Hardwired… To Self-Destruct», álbum con el que recuperan el gusto por los mazazos de trash-metal afilado y contundente y alrededor del que armaron en el Palau Sant Jordi una suerte de reivindicación de sus demoledoras raíces. Noche, pues, para el recuerdo y la memoria, sí, pero también para mirar con cierto orgullo un presente que hacía tiempo que sus seguidores contemplaban con una mezcla de recelo y estupefacción. Significativo fue, por ejemplo, que sólo «The Memory Remains», con sus coros futboleros y unas cuantas lenguas de fuego rodeando la batería de Lars Ulrich, rompiese el vacío que la banda le hace a sus últimos veinte años de carrera, época de discos menores, riñas internas y delirios de grandeza sinfónicos.

Así, a una distancia más que prudencial de todo aquello, Metallica se disfrazaron por fin de sí mismos para hacer memoria a martillazos y despachar desde un escenario situado en el centro de la pista dos horas y media de furia eléctrica, clásicos de impacto directo y un buen puñado de citas a su presente más reciente. Sólo ese inesperado guiñó local a la rumba catalana, con Kirk Hammet y Robert Trujillo marcándose una insólita versión de «El muerto vivo» para irse de cañas con Peret, rebajó tensión y relajó el tempo de una noche que arrancó con el velocímetro por las nubes con «Hardwired» y «Atlas, Rise!».

Arropados por un escenario en forma de ring coronado por cuarenta pantallas en forma de cubo que iban subiendo y bajando y con virguerías como esos drones luminosos que echaron a volar en «Moth Into Flame», Metallica presumieron de actualidad con «Confusion» y «Halo On Fire», sí, pero fueron clásicos afilados y rotundos como «Welcome Home (Sanitarium)», «For Whom The Bell Tolls», «Sad But True» y, ya en la tanda final, «Master Of Puppets» y «One», los que encendieron el Sant Jordi y pusieron a prueba los cimientos del recinto.

Eso sí: el sonido, entre malo y atroz durante buena parte del concierto y con la batería amortajando el empuje de las guitarras, acabó por restar pegada e impacto a esa suerte de reconciliación consigo mismos que Metallica, todo músculo y melodías de granito, sellaron con las inevitables «Nothing Else Matters» y «Enter Sandman».

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