Manel, la euforia del riesgo constante

La banda barcelonesa aparcó su pasado en el arrollador estreno de «Per la bona gent» en el Poble Espanyol

La banda actuó en el Poble Espanyol con todas las entradas vendidas desde hace semanas Manel

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No suelen ser Manel, hábiles transformistas del pop catalán y, guiño-guiño-codazo-codazo, buena gente en general, una banda muy dada a tomar malas decisiones, pero ayer, en la presentación en Barcelona de Per la bona gent, su nuevo álbum, fue relativamente fácil detectar dos momentos en los que no estuvieron demasiado finos. El primero tuvo que ver con la elección de espacio, ese Hivernacle plantado en la plaza mayor del Poble Espanyol que no le hizo ningún bien ni al sonido ni, seamos quisquillosos, a la confortabilidad térmica del público. El segundo, más conceptual que significativo, llegó cuando echaron mano del retrovisor, rebobinaron hasta su primer disco y se trajeron de vuelta una «Captatio Benevolentiae» atiborrada de esteroides y anabolizantes sintéticos. La épica doméstica de las victorias pírricas, convertida en un musculoso himno de stadium rock ochentero.

Una maniobra más o menos lógica teniendo en cuenta las últimas piruetas sonoras del cuarteto barcelonés pero del todo innecesaria, ya que los Manel de 2019 han soltado amarras y poco o nada tienen que ver con los de hace una década. Tampoco el espíritu de algunas de sus canciones primerizas, nacidas muchas de ellas de la timidez y la nostalgia. Es más: se diría que andan borrando sus huellas y dando esquinazo al folk de parka y ukelele de Els millors professors europeus y al primoroso pop de cámara de 100 milles per veure una bona armadura , por lo que, al final, cualquier guiño a esos tiempos resulta no sólo redundante sino, visto lo visto, también innecesario. Y es que, centrándose casi exclusivamente en su última mutación sonora, con Jo competeixo y Per la bona gent copando buena parte del minutaje, la reacción del público ya hubiese pulverizado cualquier aplausómetro, gritómetro o euforizómetro dispuestos por el recinto. Lo nunca visto dentro y fuera del escenario.

Ha llegado, pues, ese momento en el que Manel pueden permitirse no tocar ni «Al mar» ni «Benvolgut» sin que nadie proteste, por lo que, solventados los dos peros iniciales, lo de los barceloneses en el Cruïlla de Tardor fue un abrumador y pletórico triunfo desde su presente más inmediato. Un tanto escueto y con algún problema de sonido (la delicada «La cancó del soldadet», saboteada por el acople del micrófono, parecía negarse a comparecer en una noche de musculosa actualidad y electrónica burbujeante), pero abrumador, pletórico y, como no hay dos sin tres, también de euforia contagiosa.

Una nueva pirueta sobre el alambre que, de la inaugural «Formigues» a los vapores tóxicos de «Amb un ram de climídies» pasando por los injertos melancólicos de «Aquí tens el meu braç» o el tropicalismo urbano de «La serotonina», vino a confirmar que nada alimenta más y mejor a los autores de «La canço del dubte» que hace trizas cualquier expectativa y reinventar a cada paso la noción de riesgo. O, como cantaban en «Els entusiasmats», «si alguna cosa anhelamos es la vibración, el estallido de locura en los ojos del inventor».

Un verso que, del dicho al hecho, se tradujo en Barcelona en sólo tres canciones de los primeros Manel (la tercera, «Teresa Rampell», a punto estuvo de poner la público literalmente del revés) y más de una docena de idas y venidas por la electrónica laberíntica de «Jo competeixo», los bajos gomosos que rebotan sobre los samples de «Per la bona gent» o el brío despendolado de «Sabotatge» y «Boy Band», himnos mayores antes los que resultaba prácticamente imposible estarse quieto.

Un auténtico cambio de paradigma, como señalan en una de las canciones, a juego con esa disposición escénica que, todo elegancia, contraluces y sugerentes proyecciones de colores intensos, confirma que Manel han cambiado definitivamente la vergüenza por la euforia del riesgo constante.

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