Greta Van Fleet: recalentado de Led Zeppelin

La joven banda estadounidense se estrenó el martes en el Sant Jordi Club de Barcelona ante cerca de 4.000 personas

Josh Kiszka, cantante de Greta Van Fleet DOCTOR MUSIC

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En la pasada edición del festival In-Edit, una de la cintas en proyección abordaba la peculiar historia de Akio Sakurai, un guitarrista japonés obsesionado cosa mala con Jimmy Page desde que tropezó con la película del concierto que Led Zeppelin ofrecieron en 1973 en el Madison Square Garden. En el documental vemos que Sakurai no se conforma simplemente con imitar a su ídolo: tiene que ser Jimmy Page. Y a ello que se pone imitando su peinado, calcando poses cada vez que se cuelga la guitarra para encarar un solo e incluso diseñándose ropa a medida para que le caiga exactamente igual que al británico.

Pues bien: si esto lo multiplicásemos por cuatro y lo elevásemos a la categoría de fenómeno de masas, lo que tendríamos es ni más ni menos que a Greta Van Fleet, banda estadounidense a la que no le gustan las comparaciones con los autores de «Whola Lotta Love» pero que ha hecho del calco y la fotocopia más o menos afortunado su razón de ser.

Las similitudes, en este caso, no es que sean más que obvias, como pudo verse el martes en el Sant Jordi Club en la primera actuación de la banda en Barcelona; sino que, además, los de Michigan tampoco hacen demasiado por esconderlas: el cantante Josh Kiszka se recrea en los gorgoritos vocales siguiendo a pies juntillas el libro de estilo de Robert Plant (con algún agudo, eso sí, que también recuerda a Bon Scott) mientras su hermano Jake, con el pecho descubierto y abalorios variados colgando del cuello, dispara riffs y solos que parecen diseñados en un laboratorio a partir de jugo de «Kashmir» y esencia de «Stairway To Heaven».

Y es que, como escribió el crítico de «The Guardian» en una de las mejores definiciones que se han hecho de la banda, Greta Van Fleet son una banda tributo que no toca versiones, sino temas propios. Un vigoroso y a ratos explosivo homenaje a una manera de entender el rock que hunde sus garras en los setenta y se resiste a mirar más allá, como si de pronto alguien hubiese decidido que Spinal Tap no era una monumental pedorreta, sino un riguroso estudio sociológico sobre el rock duro.

En su estreno en Barcelona, la jovencísima banda no se conformó con invocar a los dioses del rock de los setenta y se atrevió a mirar un poco más allá de la la épica pirotécnica de «Black Smoke Rising» y de baladones como «You’re The One». Tampoco con llenar el escenario de épica, mística, malabarismos dactilares y canciones fraguadas a martillazos. Es más: aventureros como son, se fueron hasta 1968, para traerse «The Weight» de The Band y rehacerla con músculo y voces huracanadas junto a la británica Yola, que antes había actuado como telonera.

Fue, sabe mal decirlo, la mejor canción que sonó el martes en un Sant Jordi Club rendido por otro lado a la novedad del viejo, ajado, rock and roll de Greta Van Fleet. Novedad porque para unos chavales instalados en la veintena y para la facción más joven del público, todo aquello, con su volumen arrollador, los guitarrazos tallados en granito y las canciones alargadas hasta el infinito y más allá, debía resultar la mar de excitante. Para los demás, sin embargo, ver a la banda maniobrando por el buenrollismo de «Flower Power», ensañándose con la contundencia de «Highway Tune» o echándose una siesta a costa del «The Music Is You» de John Denver no debería pasar de la vistosa anécdota, de refrito recalentado con disimulo y servido con la esperanza de que nadie se de cuenta. De rock duro, en fin, recién salido del microondas.

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