Cines de barrio y conjuras nazis en la Barcelona de posguerra
El escritor Pere Cervantes rinde homenaje al séptimo arte en la novela «El chico de las bobinas»
Ahora que cada nuevo cine cerrado es una cicatriz en la cartografía emocional de Barcelona y un zarpazo a la memoria de quienes crecieron en la abundancia de las salas de barrio y las sesiones continuas, Pere Cervantes (Barcelona, 1971) ha querido retroceder a aquellos días de profusión cinematográfica en los que las salas de cine permitían tomarse un respiro de las miserias de la posguerra. «Los cines de barrio eran como un refugio para los niños, uno de los pocos lugares en los que se podía soñar», explica Cervantes durante la presentación de El chico de las bobinas (Destino), novela con la que homenajea al séptimo arte y también a todas las mujeres que reconstruyeron ciudades y sociedades tras la Guerra Civil.
«En todas las guerras, las víctimas siempre son las mismas», destaca un autor que pasó tres años en Kosovo y Bosnia Herzegovina trabajando como Observador de Paz para la ONU y la Unión Europea durante la guerra de los Balcanes. «Si viajas ahora mismo a una ciudad como Pristina, verás que casi no hay hombres de cuarenta o cincuenta años: son todo jóvenes y mujeres. Son ellas las que han reconstruido la ciudad», añade.
A partir de esos dos flecos, el también autor de Golpes ha ido trenzando un relato que viaja a la Barcelona de 1945 para seguir los pasos de Nil Roig, un crío que trabaja llevando bobinas de películas de cine en cine y que se ve envuelto en una rocambolesca intriga después de que un hombre moribundo le entregue el codiciado cromo de un actor de la época.
Un thriller histórico que lo mismo se escora hacia lo negro que centrifuga la novela de espías para recordar «la presencia de la colonia nazi» en la Barcelona de posguerra. Y todo mientras saltan, de la pantalla a las páginas, títulos como La diligencia, Gilda, El mago de Oz, Murieron con las botas puestas o incluso una copia pirata de El Gran Dictador. «Hay muchos homenajes del cine a la literatura, pero no tantos de la literatura al cine», sostiene Cervantes.
Tanto es así que, además de rescatar viejos cines hoy clausurados y deambular por el Ritz, los calabozos del castillo de Montjuïc o la granja La Pallaresa, el escritor devuelve a la vida el histórico edificio de la calle Mallorca en el que la Metro Goldwin Mayer instaló sus estudios de doblaje. «Era un edificio americano en plena Barcelona de posguerra», destaca Cervantes, quien también ha querido reivindicar el trabajo de esos «actores invisibles» que son los dobladores.
Gestapo y estraperlo
Completan la postal despiadados inspectores de la Brigada Político-Social, exagentes de la Gestapo reconvertidos en traficantes de arte, maquis liderados por Ramon Vila Capdevila Caracremada... Cabos aparentemente sueltos que se acabarán anudando alrededor del intrépido Nil Roig y de su madre Soledad, decidida a salir adelante aunque sea a cuenta del estraperlo y el contrabando. «Estamos hablando de una Barcelona en la que aún hay cierta esperanza: la Segunda Guerra Mundial está a punto de acabarse y la gente de la ciudad confía en que los aliados les quitarán de encima el franquismo. No es una época buena, pero aún hay cierta esperanza», explica.
Eso, añade, se refleja en el tipo de cine que consumen los personajes de la novela. «Es el cine de los aliados», sentencia un autor que antes de escribir El chico de las bobinas se releyó toda la obra de Juan Marsé para empaparse de la atmósfera de una Barcelona de posguerra en permanente tránsito entre el gris y el sepia. «No es tanto una novela de memoria histórica como un libro de duelo, de reflejar algo y gritar un poco más para que no nos olvidemos de lo que pasó», concluye Cervantes.