Sergi Doria - Spectator in barcino
Dejad las estatuas en paz
Con más cultura y menos corrección política, el vandalismo iconoclasta perdería su aureola justiciera
A los partidarios del «buen salvaje» de Rousseau -el que defendía la libertad del niño Emile mientras enviaba cinco hijos al hospicio- el nombre de Rius i Taulet les dirá poco más que una plaza graciense donde trasiegan sus birras. A algún joven bárbaro, ni siquiera eso. En 2009, la plaza pasó a ser de la Vila de Gràcia.
Francisco de Paula Rius i Taulet fue el alcalde de la Exposición Universal que en 1888 situó a Barcelona en el mapa de la Europa industrial. Con él, la Ciudadela devino en el gran parque que necesitaba la ciudad; el derribo de la Muralla del Mar modernizó el frente marítimo con el paseo de Colón; en el recinto expositivo se alzaron el Arco del Triunfo, el palacio de Bellas Artes y el de Justicia; se inauguraron las Golondrinas y el mercado del Borne. Crecía «la ciudad de los prodigios» del mendocino Onofre Bouvila. Tan prodigiosa, que en 69 días construyó frente a Capitanía el Gran Hotel Internacional para hospedar a dos mil visitantes de la Exposición, según el proyecto de Domènec i Montaner.
De la Ciudadela se conservó el arsenal de Verboom que hoy ocupa al Parlament. Entre la estatuaria, la popular Dama del Paraguas y el monumento al general Prim… Y al final del paseo marítimo, la icónica silueta de Colón de Gaietà Buigas y Ramón Atché.
Clausurada la Exposición en diciembre de 1888 -más de dos millones de asistentes-, Rius i Taulet fue nombrado marqués de Olérdola; mientras, nuestra «gasiveria» autóctona protestaba por las facturas del evento. Fue aquella la primera metamorfosis barcelonesa que se completaría en 1929 y 1992. El alcalde murió de apoplejía en 1889. «Un cadáver más y un derrochador menos» fue el epitafio del diario republicano «El Diluvio».
El doctor Bartolomé Robert Yarzábal fue coetáneo de Rius i Taulet: en 1899 accedió a la alcaldía con un programa regeneracionista y catalanista. El regeneracionismo -eran tiempos del general Polavieja tras el Desastre del 98- consistió en reformar el tramposo censo electoral del sistema caciquil; el catalanismo: el célebre «tancament de caixes» contra los impuestos del gobierno Silvela. El alcalde rebelde dimitió en octubre de 1899, lideró la naciente Lliga y falleció en 1902.
Respetado en los ámbitos científico y cultural -era un destacado wagneriano- Robert ilustró una conferencia con dibujos de cráneos: intentaba clasificar los rasgos raciales según el índice encefálico.
Su tesis establecía una «raza catalana» diferenciada de otras razas ibéricas. Santiago Ramón y Cajal, que fue amigo y compañero de Robert en la Facultad de Medicina de Barcelona, manifestó su estupor ante aquellas teorías supremacistas. Aquel «clínico eminente», que «no era antropólogo», postulaba «la superioridad del cráneo catalán sobre el castellano», objetaba nuestro Nobel.
Poco después de su muerte, el que fue alcalde (de marzo a octubre de 1899) fue ensalzado en 1910 con un monumento en la plaza Universidad que en 1940 acabó desmontado por las autoridades franquistas y enviado a un almacén municipal.
Con el advenimiento de la democracia, el monumento se recuperó y hoy domina la plaza Tetuán. Además de prócer catalanista, Robert contó en los años ochenta con la adhesión inquebrantable de la asociación nazi CEDADE (Círculo Español de Amigos de Europa) que lo vindicaba como racista.
Cada vez que el caos y la ignorancia perpetran su infausta coyunda, violentan la Historia -buena y mala- de las sociedades. En el 36, las Juventudes de la FAI derrocaron la estatua de Prim en la Ciudadela y enviaron el bronce a la producción bélica. El historiador Edmon Vallés contaba que en Reus, cuna del militar liberal, «se adoptó una decisión de compromiso bastante ingeniosa: le quitaron la espada que enarbolaba, y de esta manera el héroe de la revolución de 1868 se quedó saludando con el puño alzado».
Sirva la crónica estatuaria para mover a la reflexión a quienes aplican el presentismo ideológico a personajes que vivieron -con luces y sombras- otras épocas. «La asimilación pura y simple del presente al pasado nos ciega sobre ambos y provoca, a su vez, la injusticia», advirtió Todorov en «Memoria del mal, tentación del bien» (Península).
Hoy, el fascismo «antifascista», el separatismo hispanófobo -menos los friquis que sostienen la catalanidad de Colón- y el indigenismo podemita amagan con debelar al almirante genovés como ya hicieron con Antonio López. Si culpamos a Colón de los males del colonialismo… ¿desmantelaremos también el monumento al doctor Robert por su racismo decimonónico? ¿Dónde estaría el límite? ¿Acabaremos como los jemeres rojos del genocida Pol Pot borrando los relieves en los templos camboyanos para hacer, como reza La Internacional, tabla rasa del pasado y alumbrar un siniestro «hombre nuevo»?
Con más cultura y menos corrección política, el vandalismo iconoclasta perdería su aureola justiciera y quedaría en lo que es: delito (común) contra el patrimonio histórico.
Dejad las estatuas en paz.