SPECTATOR IN BARCINO
El S.O.S de La Rambla
Ojalá que la llamada de socorro de estos años de incuria no sea el preludio de un epitafio
Cuando salgo de noche por el centro, ya no vuelvo a casa por las calles del Raval. El otro día confirmé mis prevenciones, a través de la ventanilla del taxi. Retornaba de la reunión del jurado, en el que tengo el orgullo de participar, para elegir a los Ramblistas de Honor. Lo que nos contó el presidente de Amics de la Rambla, Fermín Villar, acerca de la degradación de la Rambla y sus afluentes adquiría el realismo sucio de la pesadilla.
El vestíbulo del Liceo se ha convertido en improvisado dormitorio de «homeless». El taxi avanzaba con lentitud. En cada confluencia de la calle Hospital –Egipciacas, Roig, Riera Baixa–, una escena delictiva: apogeo siniestro del trapicheo. El conductor paquistaní aminoró más la marcha, no fuera que alguno de aquellos que serpenteaban por las aceras, con los pies trasteando en los bordillos, se desplomara bajo las ruedas del vehículo.
En los portales, mirones al acecho del turista beodo. Atravesando la calle, lateros y traficantes seguros de la impunidad que facilita la ineptitud del consistorio en materia de seguridad. ¡Tanta complicidad con la Generalidad independentista! ¡Tanta incapacidad para unir fuerzas contra la delincuencia!
El próximo miércoles, el escritor Josep Maria Espinàs, el teatro Poliorama y la fotógrafa Colita serán reconocidos en el Saló de Cent como Ramblistas de Honor de 2018. Villar reiterará a la alcaldesa unas demandas que esta ha desoído en cuatro años de gestión municipal. Dirá lo que ya dijo en la reciente Festa del Roser, pero que debe repetir hasta ser escuchado: «Es tristísimo pensar que estamos igual que hace treinta años, en los ochenta, con ‘yonquis’ -que necesitan atención- durmiendo en la calle. Ayudémosles, pero no a costa de la ciudadanía». Quienes dormitan en los portales y cajeros acaban siendo clientes potenciales de los narcopisos que minan el Raval.
Ada Colau sigue sin hacer cumplir las ordenanzas de civismo y sin poner en marcha el Plan Especial de Ordenación, aprobado con el gobierno Trias. La ordenación de La Rambla, volverá a recordar Villar, contribuye a mejorar Ciutat Vella, el Gótic y la Barceloneta.
En «Vuit segles de carrers de Barcelona» (Destino), Espinàs ya alertaba sobre la densificación de La Rambla: «La mayoría de establecimientos distinguidos han levantado el vuelo; en los bajos de los palacios se han abierto tiendas, y en el edificio de la Academia de Ciencias se hace comedia…»
A juicio del cronista –escribía en 1974–, La Rambla no podía ser un museo porque contradecía su origen de arroyo. La Rambla, concluía Espinàs, era materia periodística: «Como un diario de edición continua, en el que todos podemos leer, cada día, la evolución de nuestra ciudad».
Lo malo, admirado maestro, es que ese diario de La Rambla y sus afluentes del siglo XXI lo acaparan los sucesos. Que los quioscos cierran; que Rosa Doria, alma de El Café de la Ópera, murió hace poco; que el Principal sigue chapado, a falta de un proyecto sostenible; que la Ley de Arrendamientos Urbanos estrangula comercios históricos con alquileres imposibles… Y los lateros; y los manteros; y las prostitutas o descuideras africanas; y el turismo de borrachera; y los menores errabundos en busca de la cartera que les alegre el día; y la droga que todo lo devora…
Leo «Mi Boquería» (Planeta Gastro), ofrenda polifónica de Óscar Manresa –el chef de Casa Guinart y El Altar– al mercado que le robó –en el mejor sentido– el corazón. Nacido en La Barceloneta denuncia la degradación que ha esquilmado puestos y clientes: «Mi barrio de toda la vida y mi mercado de toda la vida sufren el mismo virus terrible que amenaza con devorar la ciudad y es curioso que, el momento de mayor gloria mediática de La Boquería, coincida con su peor momento gastronómico, cuando el comercio y el público de toda la vida se baten en retirada y los puestos de fruta troceada parecen abarcarlo todo».
Manresa contempla La Boquería actual como un Cirque du Soleil: «Los clásicos inmortales han sido relegados a una parte del espacio en el que parece reinar una especia de calma fantasmal». Una Boquería con más maletas que carros de la compra, sin aquellas amas o amos de casa que han desaparecido como la mitad del mercado. «Comprar en La Boquería era como ir los domingos al Tibidabo», recuerda Manresa. Y este cronista sabe de qué le habla: paseaba con mi padre desde Catalana de Gas de Puerta del Ángel hasta La Boquería en busca de la fruta exótica, la «tripa i cap i pota», o el queso seductor. «Este no lo hemos probado», nos decíamos. Como dos niños completábamos nuestra colección de sabores.
Ojalá que pronto podamos escribir, de nuevo, una oda periodística de La Rambla. Ojalá que el S.O.S de estos años de incuria no sea el preludio de un epitafio.