SERGI DORIA - SPECTATOR IN BARCINO
El virus de la mezquindad
De las trifulcas competenciales por las alfombras a la secesión de 2017. De Pujol a Torra, pasando por Mas y Puigdemont. Tras cuarenta años de franquismo, otros cuarenta de pornografía victimista
Cuando dejen de escribirse cartas, desterradas por la volátil y utilitaria mensajería del email , no podremos disfrutar de la escritura epistolar. Ignoro si alguien, a excepción de Amélie Nothomb, persevera todavía en el recado de escribir… Por eso, cada vez serán más insólitos libros como Cuando editar era una fiesta (Tusquets). El profesor Enric Bou rescata y contextualiza la correspondencia del editor Jaime Salinas (1925-2011) con su pareja, el islandés Gudbergur Bergsson. Hijo de Pedro Salinas, el poeta del 27 y traductor de Proust, Jaime Salinas está ligado a la modernización de Seix Barral, el libro de bolsillo de Alianza -aquellas cubiertas de Daniel Gil-, el reflote de Alfaguara -Ende, Cortázar, Grass y el diseño de Satué-, o los pequeños grandes libros en tapa dura de Aguilar.
De formación anglosajona, inasequible a los mitos eternos, Salinas remueve del pedestal de personajes a algunos «grandes nombres» de la edición: sus acerbas etopeyas componen la letra pequeña que incomoda a los hagiógrafos.
En las casi setecientas páginas de Cuando editar era una fiesta participamos de la cocina editorial y de las sobremesas de algunos editores y escritores que, tras la lectura de estas cartas, acaban braceando en un mar de humanidad… o de alcoholes.
Después de leer a Salinas, que vivió entre 1955 y 1965 en una Barcelona a la que siempre retornó, constatamos que si algo no ha cambiado es la mezquindad del nacionalismo. La burguesía que apoyó a Franco en la guerra civil para conservar sus propiedades y luego enriquecerse derivó en los años sesenta hacia el catalanismo. Y Salinas, republicano de izquierdas, partidario de que el catalán, vasco y gallego sean tratados en pie de igualdad con el castellano como lenguas españolas, comienza a escamarse ante el tacticismo de algunos intelectuales como José María Castellet, un ejemplo de la comunión de la izquierda con el nacionalismo: «Su tendencia es ir dándose de baja poco a poco del papel de gran hombre de la literatura castellana y pasarse totalmente a la catalana», escribe en 1965.
Tres lustros después, 23 de abril de 1980, en la recepción del Rey para entregar el Cervantes a Jorge Luis Borges y Gerardo Diego, Salinas habla con Castellet sobre la victoria de Jordi Pujol -la Banca Catalana- en las autonómicas. El sometimiento de socialistas y comunistas al nacionalismo se ha consumado: «El malabarista Castellet se defendió, como se está defendiendo toda la izquierda: dejemos a las derechas en el poder, que así se quemarán». Que Pujol se apoltronara veintitrés años con un rosario de mayorías absolutas prueba la divisa del maléfico Andreotti: el poder no desgasta, lo que desgasta es la oposición.
A partir de ese momento, las conversaciones con Castellet están tañidas por la cultura de la queja contra la opresión de los gobiernos de Madrid: «Esa obsesión les está sumiendo en un nacionalismo mezquino», infiere Salinas.
Director general del Libro en el bienio 83-85 con el ministro de Cultura Javier Solana, Salinas padece de cerca el diktat pujolista en el Liber 84, la feria de la edición que aquel año se celebra en Barcelona. Pujol, que acompaña al ministro en la inauguración, encarna, según Salinas, «toda la vulgaridad del tendero catalán»; su corte autonómica le parece «bastante sórdida y apesta a casino de provincias».
La continua guerrilla nacionalista contra el Gobierno español se manifiesta en situaciones ridículas: «No perdieron la ocasión para hacernos feos a los representantes del gobierno central, pero unos feos tan infantiles que producían risa. Incidentes tan pintorescos como de quién era competencia el barrer una alfombra de un metro de ancho por cinco de largo; a un lado estaban los mozos del ayuntamiento, al otro los de la Generalitat. Aparentemente esa alfombra era una tierra de nadie que finalmente se barrió por el montador de la exposición (Gobierno central)».
De las trifulcas competenciales por las alfombras a la secesión de 2017. De Pujol a Torra, pasando por Mas y Puigdemont. Tras cuarenta años de franquismo, otros cuarenta de pornografía victimista: ¡Ay, si tuviéramos plenas competencias!
Con plenas competencias hasta decreto de alarma, la Generalitat no demostró el presunto hecho diferencial de la proactividad sanitaria. En esta sociedad secuestrada por el secesionismo, la bienpagada Budó y el gasolinero Canadell aseguran que en su República de Pacotilla habría menos muertos…
No sabemos si menos muertos, lo que sí hay son muchos «vivos», «vivas» y «vivales». Nos habrían confinado quince días antes el 14 de marzo, dicen; o sea, desde el sábado 29 de febrero, cuando el mitin vírico del Fugado en Perpiñán. ¿Acaso lo habrían suspendido? Estos «vivos», «vivas» y «vivales» manosean el calendario como blanquean el 3% o prometen la independencia en 18 meses.
Con su obsesión por atribuir todos los males a España, el «nacionalismo mezquino» que observaba Salinas en 1981 es el otro virus -¿incurable?- de Cataluña.