Sergi Doria - Spectator in Barcino
Ricardo Bofill (elegía barcelonesa)
«En la Barcelona del 92, donde la política y la sociedad civil culminaron un círculo virtuoso, la arquitectura militante de Bohigas convivió con el espíritu libertario-conservador de Bofill»
En sus largos años en Nuevas Edificaciones de Catalana de Gas mi padre conoció a los arquitectos que rehicieron Barcelona. Los carismáticos Oriol Bohigas y Ricardo Bofill, sobresalientes en su oficio e iconos de la Gauche Divine, nos han dejado. De Bohigas lamentaba mi padre su propensión a la boutade y la abominación de la Sagrada Familia, mientras elogiaba a sus compañeros de taller: Martorell y Mackay.
A Bofill le llamaba ‘el Divino’, entre admirativo e irónico: personaje de verbo escueto y glamuroso porte parisino: melena de medida informalidad, americana negra, camisa blanca, estilo Bernard-Henri Lévy. Contaba mi padre que, expulsado de la Escuela Técnica Superior de Arquitectura de Barcelona por su antifranquismo, Bofill no pudo firmar proyectos en España. Lo del afrancesamiento, no era casualidad: en el país vecino alcanzó fama internacional.
He releído ‘Espacio y vida’ (Tusquets), libro de 1989 escrito originalmente en francés con Jean-Louis André sobre la evolución creadora del arquitecto. Partidario del impacto visual en sus construcciones, de poco servía levantar edificios y crear barrios si no los vivificaba el factor humano: su visión global e histórica armonizaba con el ‘genius loci’. Arquitecto-urbanista, hijo del Mare Nostrum, ejecutará sus obras en los rincones más diversos del planeta: de la Francia liberal de Giscard d’Estaing a las ciudades ‘socialistas’ en el desierto argelino.
El espectáculo de la vida cotidiana da sentido a la urbe: «Es una vieja lección aprendida en las ciudades del Mediterráneo y sobre todo en las Ramblas de Barcelona: nada iguala a la multitud que se ofrece como espectáculo», proclama en ‘Espacio y vida’. En Burdeos o en Beirut, su «glocalidad» bebe de Cerdà y la «trama soberbia» del Ensanche: 2Saber adónde se va, en qué dirección, cómo detenerse y cómo se dejará a otros la posibilidad de continuar, según las necesidades».
Del utopismo deudor de Thoreau en Walden 7 Bofill transitó hacia una personal interpretación del clasicismo, lo que le valió la acusación de manierista. Frente a la acerba geometría de Bohigas, dogmático de un racionalismo utilitarista que subestimaba lo estético, Bofill quiso dotar de belleza a la vivienda social, el «Versalles para el pueblo» que ambicionaba Fourier: «El cuarto de baño embaldosado, el ascensor que funciona, la entrada más o menos espaciosa, son adquisiciones sociales. No por ello justifican que se descuide lo que hasta ahora se ha descuidado: el exterior, lo inútil, la fachada, lo comunitario, lo simbólico. El status se agrega al simple confort y el atractivo de una calle armoniosa a la pura satisfacción de las funciones cotidianas. El hombre necesita signos y espacios además de televisión y bañera», argumentaba.
En la Barcelona del 92, donde la política y la sociedad civil culminaron un círculo virtuoso, la arquitectura militante de Bohigas convivió con el espíritu libertario-conservador de Bofill. Treinta años después, el colectivismo de coartada ecológica que representa Colau confunde el tejido urbano con mugrientos parches de fealdad que sus adláteres denominan «urbanismo táctico».
La ronda de San Antonio, donde se ubicó el recinto provisional del mercado durante su rehabilitación, ha devenido en inhóspita planicie que intenta controlar la guardia urbana.
Los vecinos soportan el trapicheo de los camellos, los sucesivos botellones, el comercio de la miseria, patines y ciclo-gamberros… La inmensa losa de cemento ha convertido lo que podría ser un ameno bulevar en sórdida corrala del delito.
El precario mobiliario urbano de parterres-basurero y jardineras de plástico avergonzaría a la Barcelona del Diseño. O las «soluciones habitacionales»: contenedores apilados improvisan la vivienda social que se prometió y no fue. En Consejo de Ciento: pavimento de trazos absurdos ya descoloridos; poyos de hormigón que nadie utiliza en invierno por incómodos y gélidos; tampoco en verano por la ausencia de sombra.
El arquitecto debe actuar en la vida cotidiana sin perder de vista el orden económico y comercial, aconsejaba Bofill. Y, como artista, «evitar los malentendidos y las sacralizaciones apresuradas».
Recordaba esas palabras en Fomento del Trabajo. Moderados por Fèlix Riera, el periodista y autor de ‘Gente de orden’ Cristian Segura y el consultor Jordi Alberich diseccionaban a las elites que esquivan la responsabilidad social de sus antepasados. Hoy, la sociedad civil, «se caracteriza por situarse siempre al lado de los ‘buenos’, aparcando el sentido crítico propio de la mejor corriente liberal», observa Alberich. En la Barcelona de la algarada separatista y el decrecimiento neocomunista la burguesía opta por la cobardía o la frivolidad. En ese vacío prospera el urbanismo ideológico y el clientelismo extractivo nacionalista.
La ausencia de mecenazgo somete nuestra ciudad a los zarpazos del urbanismo ideológico. Bofill nunca se vanaglorió del activismo antifranquista que le obligó a marcharse de España: «Detesto profundamente el victimismo…», declaraba a Fredy Massad en ABC (14 de enero de 2020).
Todo lo contrario de la Barcelona 2022, paralizada por los plañideros comunes e independentistas. Falta sociedad civil, sobra victimismo.