Sergi Doria - Spectator in Barcino
Payasos en sesión continua
Como los seguidores menguan, la ANC incorporó un payaso profesional: Jordi Pesarrodona. Al final, que lástima, no alcanzó el liderazgo. Las payasadas correrán a cargo de amateurs
Los payasos me deprimen. De niño asistía al circo y el Payaso Blanco -vestido fulgente y ceja pintada en la inexpresiva faz- humillaba a su partenaire, el Tonto Augusto; cuando le abofeteaba entre carcajadas del público, me invadía una extraña melancolía y ansiaba abandonar aquel patético espectáculo.
De los payasos famosos me identificaba de forma positiva con Charlie Rivel: su llanto no resultaba inquietante, sino una expresión de ternura y vulnerabilidad humana; como la payasa Gelsomina que encarnaba Giuletta Masina en 'La strada' de Fellini o los melancólicos Chaplin y Keaton en 'Candilejas'. También me gustaba Fofó, el mejor de los payasos de la tele, con sus canciones que todavía se cantan y aquel entrañable «¿cómo están ustedes?».
Los artistas mencionados son excepciones en una larga de payasos siniestros. No hay una escena más desasosegante que el final de 'Profesor Unrat', la novela de Heinrich Mann que Joseph von Sternberg adaptó al cine con el título de 'El ángel azul' (1930). Emil Jannings es el ordenado profesor que pierde el oremus la noche en que conoce a la sensual Lola-Lola (Marlene Dietrich).
Loco por ella acaba dejando la escuela para enrolarse en la compañía como payaso. Convertido en el hazmerreir de sus alumnos y obligado a cumplir el contrato cabaretero morirá con su ridículo atavío imitando el kikirikí del gallo al concluir su número de payaso tonto.
La sonrisa pintada da miedo. Viene a la memoria el payaso que imagina Stephen King en 'It'; o la doble vida de John Wayne Gacy, asesino en serie de treinta y tres hombres jóvenes que se ganaba la vida actuando, con el nombre artístico del Payaso Pogo, en fiestas infantiles y servicios sociales. Otras veces, el horror y la compasión se conjugan en la cuarteada mueca del 'Joker' de Joaquin Phoenix.
El gran escritor Norman Manea tituló 'Payasos' (Tusquets) un conjunto de ensayos sobre la Rumanía de Ceausescu. Su tesis: «En todos los sistemas políticos que utilizan la cultura como arma (honrando al artista con privilegios o castigos exagerados), el escritor se enfrenta continuamente a trampas destinadas a comprometerlo, a destruir, paulatinamente su integridad».
La tragedia totalitaria, observa Manea, es inseparable de la comedia totalitaria. El payaso Ceausescu, pálido Pierrot que propina bofetadas al doliente payaso Augusto. Ante esta situación de sometimiento, al abofeteado le quedan tres opciones que afectarán para siempre su condición moral: oponerse a la tiranía de forma explícita y acabar en la cárcel, el paredón o el exilio; seguir la tradición del bufón medieval que toleraba el tirano; o disimular con sus risas un sistema colectivista que aplasta lo derechos individuales y que dirige el Payaso Blanco.
Reacio a su papel de Augusto el Tonto, Manea plantó cara al Payaso Blanco Ceausescu. «No sólo no quería comprar sus favores. Hice caso omiso de él, todo lo que pude». En su troupe «sólo habían quedado enanos hipnotizados para servirlo y aclamarlo y gigantes blindados y rápidamente conectado al Sistema Nacional de Protección del Payaso».
Al negarse a participar de las coreografías del Régimen, Manea hubo de buscarse alternativas a su retirada del «campo laboral», según la terminología oficial. Dicho «campo» se convertiría años después en «un pantano para rinocerontes, obligados a aprender a nadar en las heces y a denunciar a sus vecinos».
La irrupción del payaso en la política, en este caso democrática, tiene su caso más conocido en Michel Colucci, de nombre artístico Coluche. En 1981 concurrió a las elecciones francesas como tercera vía -populismo antisistema- entre Mitterrand y Giscard d'Estaing: «Propongo que votemos a un imbécil que no se entere de nada. O sea, a mí».
Cuando Mas, redivivo profesor Unrat, se puso a cacarear, la burguesía nacionalista agotó la escasa dignidad que le quedaba: cual Lola-Lola, la CUP lo tiró a la papelera de la Historia. El independentismo devino un Gran Circo en el que -atraídos por el «campo laboral»- participaron demasiados catalanes. Un acrítico mundo cultural transigió, cuando no jaleó, la falaz «revolución de las sonrisas». Nuestra farándula prefirió la limosnera subvención oficial que subvertir desde los escenarios un movimiento nacional disfrazado de progresista que postulaba una república para afianzar su poder oligárquico. Los payasos no fueron una excepción. Como Tortell Poltrona y su anacoluto supremacista en el pregón de la Mercè de 2020: «Quién rechaza la cultura y la lengua de un sitio podemos decir que son unos inadaptados».
El secesionismo recuerda al Payaso Blanco que abofetea a los augustos que no se lo agradecen. El rusófilo y blanquecino Puigdemont pretende eternizarse en el papel, pero sus augustos ya están buscando otros «campos laborales».
Como los seguidores menguan, la agencia ANC incorporó un payaso profesional: Jordi Pesarrodona Capsada, conocido por sus numeritos ante la Benemérita. Al final, que lástima, no alcanzó el liderazgo. Las payasadas correrán, como hasta ahora, a cargo de amateurs.