Sergi Doria - SPECTATOR IN BARCINO

Paseos por el apocalipsis

La época anterior a la pandemia se parece a «El mundo de ayer» con que tituló Stefan Zweig sus memorias de exiliado

Un joven pasa ante un comercio cerrado en Barcelona REUTERS

Como si fueran dazibaos, aquellos diarios murales chinos que la funesta revolución maoísta puso de moda entre la progresía parisina del 68, los carteles de «Se traspasa», «Se alquila» o «Disponible» denotan en lacónicos titulares que la ruina económica derivada del coronavirus seguirá oscureciendo nuestras vidas.

Caminaba estos días por unas calles desiertas que ya lo estaban antes de que adviniera la huida anual de los barceloneses en agosto. En la ciudad habita el silencio, apenas interrumpido por alguna sirena de ambulancia.

Sin contaminación, sin decibelios desbocados, en Barcelona se respira paz, pero la paz la de los cementerios. Podría decirse que el «Se traspasa, el «En venta” de los carteles-dazibao equivale al RIP o el DEP: la tumba de una sociedad de la que empezamos a hablar en pasado y ahora ya la conjugamos en pretérito indefinido.

La época anterior a la pandemia se parece a «El mundo de ayer» con que tituló Stefan Zweig sus memorias de exiliado de una Europa sometida por el totalitarismo. El escritor austriaco se refería de hecho a dos «mundos de ayer»: el Imperio Austrohúngaro y la Belle Époque que la Gran Guerra del 14 atomizó en pequeños países; y las democracias de entreguerras que acabarían sepultadas en los pudrideros del nazi-fascismo y el comunismo.

No es ninguna novedad que caminar ayuda a cavilar . Lo sabían los peripatéticos filósofos griegos, lo aconsejó Thoreau en su opúsculo «Caminar» y lo experimentó el Nobel Alexis Carrel en «La incógnita del hombre». En « Elogio del caminar» (Anagrama ) el neurocientífico del Trinity College dublinés Shane O’Mara conjuga estudios fisiológicos, biológicos, geográficos y urbanísticos con los versos de T. S Eliot, las reflexiones de Dickens –»hacía largas caminatas nocturnas para aliviar su insomnio crónico»-, del flâneur Baudelaire o del aforístico Nietzsche: Solo tienen valor los pensamientos que nos vienen mientras andamos».

El autor de «Elogio del caminar» confiesa que sus libros nacen de irse cada día a paseo: «Leo, tomo notas y hago listas de los puntos que me propongo tratar; luego cojo mi dictáfono, salgo a andar y empiezo a dictar . Media hora prevista de caminata y dictado se convierten en una hora o más: hablo mucho más allá de lo que indicaban mis notas. Y así una y otra vez».

Siguiendo ese método peripatético , O’Mara agavilla en unas semanas las 60.000 palabras que componen la primera escritura de un ensayo. Y a quien se le haga pesado eso de caminar y grabarse en un dictáfono o móvil, puede invertir el orden de los factores: «Salir a caminar antes de escribir también ayuda en el trabajo posterior, pues de ese modo los pensamientos adoptan un cierto orden… Caminar con un cierto enfoque cognitivo te prepara para escribir». O’Mara ilustra su observación con la costumbre andariega de Bertrand Russell : cada mañana caminaba una hora y al volver a casa se encerraba en su escritorio y escribía toda la mañana de un tirón sin una sola tachadura.

Caminar libera nuestras mentes y lo único que gastamos son las suelas de los zapatos. Cela definía su «Viaje a la Alcarria» como un libro de «andar y ver». Y si somos un paseante solitario, como la obra póstuma Rousseau (« Ensoñaciones del paseante solitario »), podemos aderezar nuestros andares con aquellos escritores que no solo leemos, sino que nos acompañan.

Habíamos citado a Zweig al hablar del «mundo de ayer» que pronto identificaremos, al igual que hacíamos con el «antes de Cristo» y «después de Cristo», como el antes y después del Covid-19.

En « Encuentros con libros » (Acantilado), el vienés demuestra que el libro es el invento de los inventos. Cuando formula esta afirmación, en un artículo del 15 de agosto de 1931, la Humanidad está obnubilada por la ciencia y la técnica: aviones, trasatlánticos, zepelines, delirios eugenésicos y, en el entorno más popular, el cine sonoro, la radio, el gramófono…

Un año antes de ese artículo, otro vienés, Sigmund Freud, advertía en «El malestar en la cultura» que esos avances tecnológicos no cumplían otra misión que disimular la violencia primitiva -siempre subyacente- y las debilidades de un ser humano narcotizado por el mito del progreso cual dios con ortopedias. También Ortega había criticado en « La rebelión de las masas » la prepotencia del hombre medio que se cree informado porque escucha los noticiarios radiofónicos y liquida la jornada con cuatro titulares sensacionalistas.

Hace 90 años ya se anunciaba el apocalipsis del libro impreso. Aquellos « tecnólatras » desconocían que el libro es difícil de enterrar: «La luz de una lámpara eléctrica no puede compararse con la que irradia un pequeño volumen de unas pocas páginas, no existe ninguna fuente de energía que pueda compararse con la potencia con que la palabra impresa alimenta el alma», advertía Zweig.

Andar, ver y leer: columbrar, más allá de los apocalípticos dazibaos del «se traspasa», algún intersticio de esperanza .

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