Sergi Doria - Spectator in Barcino

Mujeres libres, feminismo podemita

La misma izquierda que en 1931 negaba el voto a la mujer cultiva la hegemonía cultural gramsciana que fomenta el feminismo institucional

Camille Paglia MICHAEL LIONSTAR

Como cada domingo pretendía hoy ir al teatro… Me comunican que la huelga feminista puede suspender las funciones. En la cartelera, obras de autoría y protagonismo femenino: «Mujeres» en el Tantarantana, el mítico «quadern daurat» de Lessing en el Lliure, «Solitud» y «L’huracà» en el TNC.

Cuatro piezas feministas que muchas mujeres que solo disponen del ocio dominical no podrán ver. Paradójico: el feminismo veda la cultura feminista. Teatros cerrados como en aquellas semanas santas del franquismo cuando se chapaban cines y teatros y solo se podía ir a recorrer «monumentos» (antes iglesias, hoy manifestaciones).

Antes de la «Declaración de Sentimientos» que promovieron en 1848 Elizabeth Cady Stanton y Lucretia Mott en la capilla de Seneca Falls, manifiesto fundacional del feminismo occidental, un mercader de la persa Badasht conocido como el Báb («la puerta») ya predicó la emancipación de la mujer.

Entre sus apóstoles destacaba Táhirih (La Pura) que apareció sin velo ante los imanes. Aquel gesto, señalan José Enrique Ruiz Domènec y Arash Arjomandi en «El Báb o la puerta a un mundo mejor» (Pre/Textos), supone «la clausura del machismo y la declaración de la igualdad espiritual, y por tanto, de condición y derechos, entre ambos géneros». La «Epístola de la Justicia» del Báb, «no sólo condena cualquier tipo de maltrato a las mujeres, sino que prescribe a los hombres el máximo grado de amabilidad hacia ellas, algo que era sencillamente impensable en ese momento».

Tachado de subversivo por la corte de Naser al-Din, el Báb fue encarcelado en Azerbaiyan y ejecutado. Gracias a la izquierda francesa –Foucault, Garaudy– que mimó a Jomeini en 1979, el chiísmo sigue oscureciendo las vidas de las iraníes.

España, 2020. El feminismo radical que patrocina Irene Montero exhibe su «empoderamiento» con grosería. Afortunadamente, otras mujeres postulan otro feminismo.

Las airadas occidentales se conjuran para odiar, como regla general, al macho. La actriz y traductora Cristina Genebat se pregunta en «Som iguals o no?» (Rosa dels Vents) por qué tanta agresividad: «Hay otras mujeres, las nacidas en Siria, las africanas a quienes se les practica la ablación de clítoris, las mejicanas que corren el peligro de ser violadas y asesinadas y que estos crímenes queden impunes, las afganas, forzadas a pasearse con burka, a quienes la educación está prohibida, las chinas, condenadas a la marginación social…»

Este feminismo irascible afirma «sin ninguna vergüenza que cualquier cuestionamiento de la causa feminista va en contra del feminismo en sí», advierte Genebat. Una agresividad que adopta roles masculinos para reproducir, a la inversa, «los peores vicios del patriarcado»

Su experiencia en el teatro lleva a Genebat a desconfiar de las cuotas: «No podemos perpetuar un sistema que nos sobreproteja, pasando del patriarcado al paternalismo, y quedarnos tan anchas. Pensar que soy escogida por el hecho de ser mujer me resulta humillante”»

Otra actriz que va por libre, Candela Peña, critica que se reserve por ley a las mujeres el 35 por ciento de las ayudas al cine: «Si es una directora que es un truño y hace un mojón de película, pues no le deis dinero solo porque sea mujer, eso es lo que yo entiendo y por eso no quiero participar en ningún rollo de estos del movimiento feminista».

La transgresora Camille Paglia denuncia en «Sexual personae» (reeditado por Deusto) el carácter tóxico de la androginia que propaga el feminismo agresivo: «Quiere decir que los hombres tienen que ser como las mujeres y las mujeres como les dé la gana».

La ensayista norteamericana subraya las contradicciones del feminismo que predica la izquierda políticamente correcta. El resentimiento contra los hombres le parece «puro veneno».

Ese feminismo sin un adarme de autocrítica nutre el «Populismo punitivo» (Deusto) que denuncia la abogada Guadalupe Sánchez Baena: una alarma social «infundada y artificial» instrumentalizada en los casos de género por la extrema izquierda y en los conflictos migratorios por la ultraderecha.

Ese derecho penal ideologizado «hace de la identidad una suerte de crecepelo milagrosos que todo los soluciona». Es la ley de Montero, la ministra que calumnia a los cuerpos policiales al insinuar que ningunean a las víctimas de agresiones sexuales por llevar minifalda.

La misma izquierda que en 1931 negaba el voto a la mujer que proponía la republicana liberal Clara Campoamor cultiva la hegemonía cultural gramsciana que fomenta el feminismo institucional. El germen identitario, que victimiza a la mujer y demoniza al hombre, resucita la lucha de clases: «Han encontrado un nuevo combustible en el género como fuente de división», apunta Sánchez Baena. Acosadas por un colectivo dogmático y la ensordecedora propaganda en redes y televisiones, «las mujeres sólo somos víctimas de estos feministas identitarios, que nos quieren sumisas y obedientes dentro de su colmena para así agitar el avispero cuando les convenga electoralmente».

Mujeres libres contradicen al feminismo podemita y subvencionado. En expresión de Marx, la ideología dominante.

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