Sergi Doria - SPECTATOR IN BARCINO

El gran libro de los escritores

¿Qué mejor compañía para estas navidades alicortas que la conversación con los grandes escritores?

George Plimpton, uno de los fundadores de «The Paris Review», fotografiado en la década de los 50 con un grupo de escritores en la puerta del Café Tournon, en París MORGAN LIBRARY

Llevo dos semanas sin hablar de nuestros politicastros. ¿Qué mejor compañía para estas navidades alicortas que la conversación con los grandes escritores? ¿Quieren hacer, o hacerse, un buen regalo? Vayan a la librería a por los dos tomos de «The Paris Review», revista fundada por unos norteamericanos que coincidieron con Hemingway en que París era una fiesta. La editora de Acantilado, Sandra Ollo, ha espigado un centenar de entrevistas de 1953 a 2012.

Abrimos el libro y nos encontramos con un Louis-Ferdinand Céline tan ajado como su jersey. Habla de «Viaje al fin de la noche», la novela que dinamitó la lengua francesa. Su inigualable «musiquita» resuena en las entrevistas que en 1960 y 1961, poco antes de su muerte, realizaron Jacques Darribehaude, Jean Guenot, André Parinaud y Claude Sarraute.

¿Qué mejor compañía para estas Navidades alicortas que la conversación con los grandes escritores? ¿Quieren hacer, o hacerse, un buen regalo? Vayan a la librería a por los dos tomos de «The Paris Review»

En el principio no fue el verbo sino la emoción, advierte el escritor: «Los que dirigieron la educación francesa a lo largo de los siglos fueron los jesuitas. Nos enseñaron a hacer frases traducidas del latín, bien equilibradas, con verbo, sujeto, complemento, ritmo. En resumen… un discurso por aquí, una oración por allá, ¡un sermón por todas partes!... Yo he deslizado la palabra hablada a la imprenta. De un solo golpe». ¿Se considera uno de los más grandes escritores vivos? inquiere el entrevistador: «Primero tienes que morir, y cuando ya estás muerto, te clasifican», remata el Céline más mordaz.

The Paris Review destila el mejor periodismo cultural. Entrevistas en varias sesiones que se repasan con los escritores para la óptima traslación del habla al papel: la «musiquita» celiniana, en suma.

El índice congrega un diverso repertorio de autores. De Forster y Graham Greene a Houellebecq y Calasso. Simenon, el hombre que abomina del estilo artiste, tala de sus frases los adjetivos y adverbios. Isak Dinesen -la baronesa Blixen- recibe a Eugene Walter en un selecto restaurante de piazza Navona; o ante la Colección Etrusca de Villa Giulia; o en el castillo de Sermonetta. Walter insinúa que la baronesa es frívola y ella le recuerda que Isak significa «risa». El entrevistador indaga sobre sus preferencias lectoras y la autora de «Memorias de África» destapa el tarro de las esencias: «¡Dios mío, los ha leído a todos!», exclama el entrevistador. «En realidad tengo tres mil años y he cenado con Sócrates», apostilla Dinesen.

A principios del 56 Faulkner agavilla anécdotas de su época de guionista. Cada año lee el Quijote, su Biblia literaria.

Julian Jebb pasa tres horas con Evelyn Waugh en la habitación de un hotel con vistas a Hyde Park. El aristocratismo del autor de «Retorno a Brideshead» lleva a colegir que es persona reaccionaria. Lejos de ofenderse, Waugh se reafirma: «Un artista debe ser reaccionario. Tiene que oponerse al tono de la época y no caer en él y seguirlo; debe ofrecer cierta resistencia».

Kurt Vonnegut describe en 1977 el bombardeo de Dresde que inspiro su «Matadero cinco: 135.000 mil víctimas en pocas horas. Solo una persona sacó provecho de la masacre, desliza. ¿Y quién fue? pregunta David Hayman: «Yo: saqué tres dólares por cada persona que murió. Imagíneselo». Quien haya leído «Matadero cinco» comprenderá la acidez de su comentrario.

V. S. Naipaul adquirió una voz propia leyendo el «Lazarillo de Tormes». Philip Roth evoca los años más oscuros de su vida familiar. «La literatura no es un concurso de belleza moral», concluye. Billy Wilder se reivindica como escritor en Hollywood. «Un buen guionista de cine es una especie de poeta, pero un poeta que planifica la estructura de su obra como un artesano y es capaz de identificar el motivo por el cual no acaba de funcionar el tercer acto», declara en 1996 a James Linville.

Borges, García Márquez, Cabrera Infante, Cortázar, Vargas Llosa, Paz, Cela, Marías y Semprún componen el canon hispanoamericano en The Paris Review.

Borges recibe en 1967 a Ronald Christ en la biblioteca de Buenos Aires. Dicta cartas y poemas que su secretaria pasa a máquina. Christ describe al escritor «tocado con una boina y vestido con un traje de franela que le va un poco grande». El creador de «El Aleph» camina «de modo vacilante» apoyado en un bastón «que emplea como si fuese una varita de zahorí».

Valerie Miles entrevista a Camilo José Cela en 1996. El autor de «La Colmena» confiesa que igual le califican de genio como de deficiente mental... «¡Al menos alguna de las dos cosas tiene que ser errónea!», exclama. «Usted parece disfrutar irritando a la gente, se ha labrado esta fama», sugiere Miles. «¿Irritar a la gente? Bueno, no hay nada más divertido que una persona irritada», contesta Cela.

«The Paris Review». Literatura de gigantes. En el próximo Spectator retomaremos la cháchara de nuestros (diminutos) politicastros: a los separatistas les ofendió que la primera vacunada en Cataluña hablara castellano. A ese tóxico paisanaje Swift lo llamó Liliput.

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