Sergi Doria - SPECTATOR IN BARCINO
La corrección totalitaria
Como toda deriva totalitaria, el populismo se camufla en la tecnología
La mejor estrategia para implantar una sociedad totalitaria –sin violencia, cual lluvia fina– es el dominio del lenguaje. Hace 75 años, Orwell ya denunció el «doblepensar» y la neolengua. Los partidos de izquierdas, señalaba en un artículo sobre propaganda y lenguaje popular de 1944, «están especializados en un vocabulario espurio» con eslóganes prepotentes como «El socialismo es la única solución», «Expropiemos a los expropiadores» o «La paz es indivisible».
En los años ochenta el lenguaje, soi disant, progresista –los «gobiernos de progreso», se asocian, mira por donde, con la izquierda– llegó de las universidades americanas a Europa para quedarse. Robert Hughes ratificaba en «La cultura de la queja» (Anagrama), las sospechas orwellianas; la respuesta a los problemas sociales seguía consistiendo, cuatro décadas después, en asignarles otro nombre: «La idea de que puedes cambiar una situación buscando una palabra nueva y más bonita para denominarla surge del viejo hábito americano del eufemismo, el circunloquio y la desesperada confusión sobre la etiqueta, provocado por el miedo a que lo concreto ofenda». El pensador australiano se refería a los «negros» reconvertidos en «afroamericanos».
Al lenguaje de género, el Hughes más socarrón le daba de comer aparte: «El caos que se produciría sería terrible si los académicos y los burócratas decidieran abandonar los términos de género específico en las lenguas romances, en las que todo sustantivo tiene género mientras que, para empeorar todavía más las cosas, no es infrecuente que la palabra para el órgano genital masculino sea femenina y su réplica femenina sea masculina (la polla/el coño)».
Colau y su troupe comunera han impulsado en el ayuntamiento una guía de comunicación «inclusiva»: el «negro» o «persona de color» es «persona negra» o «racializada»; el terrorismo islámico debe identificarse si es Al Qaeda, Daesh o Boko Haram… No hay «padres» ni «madres», sino «estructuras familiares»; tampoco «abuelos», sino «personas mayores»; nadie se hace un «cambio de sexo», sino una «operación de afirmación de género»; y, cómo no, hay que repetir todo dos veces (así, el discurso populista cunde el doble): no son «los trabajadores», sino «las trabajadoras y los trabajadores».
Aunque la RAE, gracias al juicioso Muñoz Machado, haya resistido el primer embate feminista contra el español, viviremos años «interesantes» con Irene Igualdad, Calvo –«el dinero público no es de nadie»– o esa directora del Instituto de la Mujer partidaria de la sodomización «inclusiva» de la hembra al varón.
Como toda deriva totalitaria, el populismo se camufla en la tecnología que, a su vez, aparece como una seudociencia que sustituye a la religión y las utopías periclitadas. Así lo denuncia el doctor Antonio Sitges-Serra en «Si puede, no vaya al médico» (Debate), recopilación de sus «incorrectos» artículos en El Periódico para desmitificar la presunta infalibilidad de la medicina en una sociedad dominada por la hipocondría y el lobby farmacológico.
La utopía tecnocientífica, advierte, «no es la única que acude a llenar el vacío ideológico social-comunista; a esta llamada acude también el populismo oportunista bajo su forma decimonónica más execrable: el nacionalismo étnico y xenófobo… Incluso algunos personajes del secesionismo catalán suspiran por la Estonia digital».
La identificación de progreso con la izquierda «tecnolátrica» –idólatra de la tecnología y la utopía secesionista– tiene su máximo propagandista en Manuel Castells, profeta panglosiano de esa presunta revolución digital que nos ha de hacer tan felices.
Sitges-Serra desmiente ese «sentido liberador» del ministro de Universidades que Colau ha colocado en el gobierno Sánchez: «¿Qué la red iba a mejorar la calidad democrática? Estamos buenos: basta con ver a Trump, Putin o los comunistas chinos inaugurando las malas artes del pirateo electoral. ¿Qué la red iba a revolucionar la educación? Ahí están las y los adolescentes abducidos por falócratas, los niños que se inician en la pornografía a los once años, o las anoréxicas que aprenden a vomitar siguiendo las instrucciones de influencers enfermas».
A la generación de los millennials, Sitges-Serra los diagnostica de «neotenia». El concepto alude a la patológica prolongación de la adolescencia que cursa con narcisismo, culpabilización del otro, ignorancia de la realidad, gratificación inmediata, desprecio de la experiencia, tribalismo, egocentrismo digital, indefinición personal… La incertidumbre millennial –caladero del nacional-populismo– condiciona la definición sexual: «Ciertas tendencias pueriles del feminismo y de la corrección política abogan por educar en el género neutro, de modo que la inter y la transexualidad podrían llegar a ser moneda corriente en esta cultura de la versatilidad absoluta», escribe.
La mirada incorrecta de Sitges-Serra sobre la sociedad infantilizada, las tecnolatrías y el gremio medicalista, le costó la reprimenda del Colegio de Médicos de Barcelona. La institución, puntualiza, «ha perdido, si es que laguna vez lo tuvo, el liderazgo intelectual de la profesión para entregarse, sin consultar a sus colegiados, al espejismo independentista».
Como tantas instituciones, doctor, sometidas al lenguaje «inclusivo» podemita, o al falsario «derecho a decidir» secesionista: las caretas del totalitarismo.