Futilitarismo parlamentario
Han cambiado las tornas, y son ahora los delincuentes quienes hacen las leyes en el Congreso de los Diputados

Una de las expresiones que más fortuna han hecho en el universo paralelo de la política es la de la 'construcción del relato'. A fin y al cabo, tal y la RAE nos indica en segunda acepción, en relato es un cuento. Aunque la venerable institución no prescriba que deba ser 'contado por un idiota, lleno de ruido y acritud, y sin que signifique nada', ésta parece ser la modalidad favorecida por un buen número de nuestros representantes y sus adláteres, que, a falta de ideas con las que hilvanar su retórica, declaman ocurrencias aderezadas con fingida indignación y genuino histrionismo, a partes iguales . El resultado es una previsible liturgia futilitaria con que la que el orador intenta que la reputación de su adversario sea aún peor que la suya propia, a fuerza de lo cual se induce tal abulia en el votante, que los oradores se ven obligados a redoblar la apuesta subiendo la intensidad y la frecuencia de la crispación, en un vano afán por arañar unos miles de votos en este o en aquél caladero.
Ahínco éste con el que todo cuanto consiguen sus señorías es que aumente el número de votantes que dejan de creer que su voto sirva para algo: el edificio democrático, que es tan costoso de erigir como barato demoler, se erosiona cada vez que el debate político se inclina hacia a la mezquindad, y se manipula al electorado anegando el parlamento con ruido que solo deja oír y ver a los que más gritan y gesticulan . Pero cabe poca duda de que la política deja de ser tal; cuando nuestros representantes son incapaces de ir más allá de los clichés y los guiños que regalan a su hinchada particular, fomentado el nihilismo en quienes no viven de y en la burbuja de la Carrera de San Jerónimo.
El problema de tan penoso estado de cosas, es que, parafraseando a Chesterton, el descreimiento lleva a votar cualquier cosa, dando lugar a que personajes como el diputado Alberto Rodríguez obtengan una poltrona parlamentaria a la que se aferran sin importarles un ápice el daño que se le haga a la institución, contribuyendo así no sólo a corroer el sistema democrático, sino a fomentar una selección natural inversa merced a la cual los menos aptos despuntan sobre el resto, gracias a su inmunidad al pundonor les otorga una ventaja competitiva.
En «El sistema del Dr. Tarr y el profesor Fether», Edgar Allan Poe imaginó una institución mental en la que los orates internaban a sus cuidadores, a los que sometían a terapias estrafalarias. Si los que dan apoyo a un convicto se hubieran salido con la suya, de modo y manera que Rodríguez lograra mantener su acta de diputado, en contra de un dictamen judicial firme, hubiera sido bien difícil evitar que hubiese quienes empiecen a dudar de que tal vez sea el caso de que, al igual que en el relato de Poe, han cambiado las tornas, y son ahora los delincuentes quienes hacen las leyes en el Congreso de los Diputados.