Salvador Sostres - Todo irá bien

El virus de la tristeza

«El animalismo mata de pena a los animales y de aburrimiento y de vulgaridad a los hombres»

Anak y sus crías, en 2006 EFE

Salvador Sostres

Anak ha muerto de tristeza. No ha sido una muerte. Han ido a por ella. El animalismo mata de pena a los animales y de aburrimiento y de vulgaridad a los hombres. Quien primero legisló sobre los derechos de los animales fue Hitler. Hay una dietética totalitaria. Conocí a Anak cuando llegó a Barcelona, sobre los años 90. Éramos todos muy felices. Pero mi historia con los delfines del zoo de mi ciudad es antigua y muy larga.

Yo era un niño con anginas, hasta que el doctor Azoy me quitó las amígdalas. Estaba siempre enfermo y me perdía muchos días de colegio. Mi madre era una joven entusiasta, me tuvo a los 23 y yo fui -me alegra decirlo- lo que de un modo más intenso y feliz daba sentido a su vida. Querría significar lo mismo para mi hija, pero no estoy seguro de llegar a tanto. La naturaleza es vertical, y descendiente, y ni el talento puede subvertirla: esto no me alegra tanto decirlo. No me alegra nada.

Mi madre, entusiasta, joven, primeriza, atada a mí como yo a ella, me preguntaba cada mañana qué quería hacer y yo guardo recuerdo de aquellos días, porque aunque no podía ir al colegio, bien abrigado podía salir de casa, o eso interpretaba ella de lo que le había prescrito mi pediatra, que había sido también el suyo, nuestro queridísimo doctor Juan Brotons, recientemente traspasado. Y yo, que ya de muy niño -tenía entonces 5 o 6 años- había aprendido a crecer en la repetición y en la insistencia, la mayor parte de los días le pedía ir al Zoo a ver a los delfines. Los demás animales me traían sin cuidado, y sólo los delfines y concretamente su espectáculo me importaba. ¿Por qué? No lo he sabido nunca.

Fuimos tantas mañanas seguidas, y tantas veces estuvimos casi solos sentados en la grada, que el entrenador acabó fijándose en nosotros, o por ser menos inexacto, en mi madre; y pensó que yo era la excusa y ella la realmente interesada, y no en los animales sino en él. No puedo acusar al entrenador, ni siquiera tratándose de mi madre, de haber tenido una idea descabellada, porque era poco probable que en 1980, recién estrenada la democracia, un niño decidiera tanto, y tan a menudo, y era en cambio razonable pensar que aquella chica joven se había enamorado y me llevaba con ella para que no se le notara o porque no tenía dónde dejarme. Convencido de todo ello, el hombre -yo lo recuerdo como un hombre, pero probablemente debía de ser un chico, más o menos de la misma edad de mi madre- nos invitó a visitar las tripas del Zoo, y a mí me pareció todo muy interesante y cuando me preguntó qué era lo que más me gustaría le dije que darles yo y a solas las sardinas a los delfines, y entonces nos llevó a la piscina cubierta, me dejó con un cubo lleno de sardinas sin cabeza en el borde del tanque, le dijo a mi madre que le acompañara a no sé qué zona trasera y entonces intentó besarla.

Mi madre regresó de inmediato a la piscina, me tomó de la mano recuerdo que de un modo muy brusco, francamente inusual en ella, e interrumpió así mi maravilloso sueño realizado cuando apenas les había dado una sardina a cada uno. Mis quejas fueron tan notorias como su prisa por salir de ahí. Me imagino que las formas de un domador de delfines no fueron las más delicadas, y a pesar de que yo estaba en uno de los momentos más felices de mi vida, entendí que si mi madre -mi madre, que hacía todo lo que le pedía- lo interrumpía, era porque tendría motivos muy poderosos para hacerlo.

Le pregunté muchas veces qué había pasado pero no me explicó la verdad hasta pasados muchos años, por considerar que a mi edad aquella historia podría causarme alguna clase de trauma. Lo que mi madre entonces no sabía -y no la culpo por ello- es que en mi vida, y en la de nuestra familia, los silencios acabarían siendo mucho más traumáticos que cualquier verdad, que igualmente conocimos, y además a destiempo, cuando ya no tenía remedio.

Los delfines no sólo no desaparecieron de mi sistema de fascinaciones sino que continuaron, junto con las montañas rusas, en el centro. Nunca dejé de ir a visitar a los delfines, y por supuesto fui el primer fan de la orca Ulises mientras estuvo con nosotros. Recuerdo cuando Anak llegó, a principios de los 90, magnífica hembra, y recuerdo también que una mañana de invierno de 1999, sin nada realmente que hacer, una mañana de martes o miércoles, con mi abrigo de Loro Piana -le duró una semana el olor a pescado- acudí a la Boquería a comprar sardinas descabezadas, pedí que me las envolvieran en papel de periódico y que me las empaquetaran en dos bolsas de plástico. Dos quilos, uno y uno, escondidos en cada bolsillo de mi magnífico abrigo.

Llegué al Zoo, pagué la entrada, y como conocía perfectamente los horarios de las exhibiciones y las rutinas de cuidadores y entrenadores, sabía que sobre las dos del mediodía, en la piscina cubierta, no quedaba nadie, y entré por una puerta trasera que solía estar abierta, y aquel día pude sin interrupción alimentar a mis delfines, Anak entre ellos, y todos me hicieron caso y no pude estar más contento. Nadie me descubrió -lo que supongo que hoy sería bastante improbable- y pude marcharme tal como había llegado.

A mi hija le fascinan los delfines igual que a mí. Cuando Ada Colau los prohibió, me sirvió para explicarle qué son los comunistas. «Los comunistas, Maria, son los que nos roban todo lo que nos hace felices. El comunismo es la mayor orquestación contra la felicidad que jamás la Humanidad ha inventado». El verano pasado, en Marineland, pudo bañarse con los delfines y cuando salió me dijo que nunca iba a olvidarlo. El director de mi oficina de La Caixa, Josep Jordana, tampoco. Me parece que aún no me he recuperado.

Ada Colau no sabe qué son los delfines, ni le gustan, ni siente ningún afecto ni respeto por ellos. Tampoco les gustamos las personas a las que nos gustan los delfines, y prefería matarlos que vernos disfrutar. Su objetivo nunca ha sido procurarles una vida mejor sino dejarnos a nosotros sin nuestro espectáculo más querido. Su finalidad no es ningún bienestar sino nuestra tristeza.

Anak era mayor, cierto. Para un delfín no son cualquier cosa 34 años. Pero lo que la ha matado, y lo que va acabar con toda su familia, es la soledad, el silencio, los días repetidos y desmotivados, la tristeza, la vida fundida a negro con la que los comunistas han intentado borrar siempre la esperanza y la alegría de la faz de la Tierra.

Comentarios
0
Comparte esta noticia por correo electrónico

*Campos obligatorios

Algunos campos contienen errores

Tu mensaje se ha enviado con éxito

Reporta un error en esta noticia

*Campos obligatorios

Algunos campos contienen errores

Tu mensaje se ha enviado con éxito

Muchas gracias por tu participación