Salvador Sostres - Todo irá bien
Una victoria del sistema
«Tenemos que hacernos cargo de la fragilidad del equilibrio que sostiene nuestro modo de vida libre y favorece nuestra supervivencia»
He visto «Un escándalo muy inglés» , en Amazon Prime. Soy muy partidario de las series inglesas en las que aparecen el Ritz, el club privado del Carlton y el idioma es hablado con la corrección y el adorno que merece. No hace falta que vayan sobre nada en concreto. Me basta este aire de imperio decadente y, a la vez, de inalterable seguridad en su destino, como un infinito discurso de la Reina. Esta miniserie, de tres capítulos, cuenta la historia de un político liberal y cómo intenta dar despacho a un amante que insiste en comprometerle . Está basada en la historia cierta del diputado Jeremy Thorpe. Los diálogos sofisticados, el humor, el carácter, el comedor de los Comunes y esa distancia británica sobre los afectos, y sobre las circunstancias, son los auténticos protagonistas de la obra, aunque la trama tiene también su importancia, sobre todo por su final: los chantajistas pierden, el sistema gana . El sistema tiene que ganar siempre e intentar desestabilizarlo es el más grave atentado. Hay a lo largo de las tres horas una ilusión por lo nuevo que se va convirtiendo en inevitable sordidez y deja un regusto amargo, y la compasión que suelen inspirar los débiles, los que con sus malas decisiones no paran de perjudicarse y ponen en riesgo el frágil equilibrio del mundo a cambio de nada. Pero finalmente el orden prevalece: y vale más una esposa inteligente, aunque no sea muy hermosa; y el mejor abogado que ser inocente o decir la verdad. A personas como Thorpe, poderosamente interpretado por Hugh Grant, les asiste una razón histórica, conservadora, por muy liberales que sean sus ideas, y el interés moral de este escándalo -en efecto muy británico- es cómo sobrevive La Civilización y cómo adquirimos la fuerza de lo que conquistamos, Ayer en Barcelona llovió todo el día. Desde que estamos encerrados escribo en el salón, frente a los ventanales de la terraza. La lluvia de abril, la niebla, las nubes bajas. Si hubiera podido salir, no habría ido a ninguna parte. Esto conviene a veces recordarlo, porque nuestras ideas son menos importantes que cómo nos relacionamos con ellas . La modernidad nos ha llevado a vivir demasiado cerca de nuestras pasiones, demasiado ligados a los fluidos, a los impulsos corporales. Sin el filtro de los conceptos somos bestias, y nos relacionamos con los demás y con las cosas como auténticos animales. En la creencia de que este automatismso, de que esta proximidad nos hacía más libres, le hemos dado rienda suelta, y ahora campa incontrolada, y nos hemos vuelto sus esclavos. Más emocionales, y por lo tanto menos inteligentes. Es mucho más fácil derrotarnos. Nosotros mismos nos erigimos en víctimas voluntarias, en carnaza . Un día cenando con mi abuela en Neichel, devastado por una chica por la que sufrí demasiado, se me escapó una lágrima. «Si has de ponerte a llorar, dímelo», me advirtió, «que yo me marcho». Mi abuela siempre me ayudó, siempre y en todo, pero no soportaba la debilidad y menos en un hombre. «Un escándalo muy inglés» va sobre la debilidad, sobre lo inútil de la debilidad, sobre la derrota que la debilidad implica no sólo para quien la encarna sino para el conjunto de la Humanidad. Llamarle asesino a Jeremy Thorpe es llamarle asesino a Felipe González. O a Margaret Thatcher. Es no entender a Kissinger ni a Pinochet. En asuntos muy distintos, con métodos más o menos aparatosos pero en un mismo sentido, y aportando a la Historia una ganancia sino parecida, por lo menos de espíritu comparable, todos y cada uno de ellos protegieron el sistema, la libertad y lo que hace que, pese a todo, podamos continuar. «Si tienen que ponerse a llorar, avísenme que yo me marcho», les diría a los quejicas que nunca han dejado de confundirse de víctima, a los que creen que tienen derechos, a los que sólo conocieron la culpa en tercera persona, a los que tratan por resentimiento de destruir el mundo, para compensar una ofensa, en lugar de ganar a su agresor con más audacia, con más luz, aportándonos más beneficio a todos, que es como ganan los que entienden de qué modo la vida es interesante, próspera y posible. Yo entiendo que ustedes desarrollen sentimientos de distinta naturaleza durante las tres horas que en total dura esta miniserie, incluido el de odiarme por este artículo. Pero piensen qué habríamos ganado si el final hubiera sido el contrario. Piensen qué pasaría si animáramos a cualquier chantajista a sacar provecho de nuestra debilidad . Tampoco hace falta que lo piensen demasiado: les bastará recordar algunas de las sucias venganzas que internet ha propiciado, y tantas vidas y familias desahuciadas por la difusión ilegítima de la intimidad, o por la apelación al odio con no más que retórica vacía y falsaria. Yo no sé qué clase de ministro habría sido Màxim Huerta, pero su acoso y derribo fue completamente intolerable, por mucho que en el pasado los socialistas se hubieran comportado de un modo parecido con algunos ministros de la derecha. Ha habido casos bastante más hirientes que no voy a recordar precisamente por no recordarlos. Al final, «el sistema», lo que entendemos por «el sistema», es la delimitación de un terreno de juego, de unos códigos y por supuesto de unos límites que aseguran la libertad y un razonable margen de error para nuestras vidas de imperfección. Es mejor no tener que llegar al extremo de Thorpe, al que por cierto hay que reprocharle más torpeza que desorden moral; y desde luego nadie puede tener la sensación de impunidad y quienes la tienen, por abrumador que resulte el poder que en un momento lleguen a acumular, acaban siempre siendo derrotados y merecidamente derrotados: aunque lo que venga a continuación sea mucho peor, como tristemente nos pasó con Gadafi y con Mubarak, aunque yo siempre guardaré algo de ternura por Mubby por cómo protegió la frontera con Israel, y por lo imbéciles que fueron los de la primavera árabe, aquellos siniestros apologetas del miserable ElBaradei que tanto abundaron en Europa y muy especialmente en las redacciones de los periódicos españoles. ¡Qué vergüenza! Pero en fin, ni Gadafi ni Mubarak tuvieron ninguna piedad con su pueblo, y no me extraña lo que les acabó sucediendo, aunque lamento que Occidente perdiera a dos buenos aliados. No es un dilema cómodo, el que propone «Un escándalo muy inglés», y la demagogia es muy fácil, y no digo que mi argumento no tenga brechas, ni peligros, ni que no sea muy delgada la línea que lo separa de la injusticia flagrante y hasta del asesinato indiscriminado. Pero tenemos que hacernos cargo de la fragilidad del equilibrio que sostiene nuestro modo de vida libre y favorece nuestra supervivencia . No podemos escribir, pensar, actuar como si fuéramos ajenos a lo que nos permite vivir tan cómodos y con unas expectativas tan agradables, y no es serio apartarse para no mancharse cuando los conflictos verdaderamente importantes son planteados. También la libertad salpica sangre. El hilo conductor del siglo XX fue la libertad y no hemos conocido un siglo más sanguinario. Chantajear a alguien con su intimidad y ponerlo ante la destrucción de su familia y de su mundo, no es un acto de vida, sino de muerte . Y con toda la muerte que pueda acarrearte.