Salvador Sostres - Todo irá bien
Sentido y flores
en aquel instante decidí tomarme en serio lo que mi abuela llevaba tiempo tratando de explicarme, por instinto de supervivencia y porque lo otro estaba claro que no funcionaba
Lo tuve que decidir todo en dos instantes de mi vida. En el primero tenía quince años y hacía dos que mis padres se habían separado. Era un mediodía de sábado y el entonces novio de mi madre entró en mi habitación con un bote vació de pastillas para dormir en la mano y no hizo falta que me dijera nada. Fuimos en su coche al hospital. Yo sostenía a mi madre -que más que dormida paraecía como desmayada- en el asiento trasero, sin decir ni hacer ni pensar nada. Mientras le realizaron el lavado tampoco dije ni pensé nada. Salió afónica pero bien y sólo recuerdo que me dijo, como disculpándose, que no volvería a hacerlo. Llegamos de vuelta a casa, mi madre se puso a dormir y yo me fui a mi habitación sin haber tomado aún posesión de los acontecimientos, y no por una decisión racional sino porque simplemente fue así. Me senté, me puse a escribir no recuerdo qué, y entonces lo pensé todo de golpe. Aquello no había pasado nunca ni volvió a suceder pero no era nada nuevo mi madre no aguantando la presión de mi abuela: mi madre culpándola de todo, mi madre pidiéndole y hasta exigiéndole todo y finalmente mi madre superada por el tirón del genio, que era el que era y lo sabían perfectamente todos los que se acercaban a ella. Yo, por decantación, por no pensar demasiado en lo que me angustiaba y porque no se me extraviara aún más mi paraíso extraviado, había tomado partido por mi madre: en la separación como en la eterna bronca con mi abuela, pero en aquel instante decidí tomarme en serio lo que mi abuela llevaba tiempo tratando de explicarme, por instinto de supervivencia y porque lo otro estaba claro que no funcionaba. También decidí que no podía vivir tan cerca de las cosas y aprendí que si buscabas culpables, acababas rodeado de fantasmas. Dejé dormir a mi madre, mi madre dejó a su novio, propicié que más o menos las cosas se calmaran con mi abuela, y mi abuela me lo agradeció, aunque tampoco demasiado, porque aunque solucionaba la debilidad de los demás, pagándola, no la soportaba, y en el fondo todo aquello, más que entristecerla, le disgustaba. Se me derrumbó mi madre, mi padre hacía años que se me había derrumbado. Mi abuela estaba como siempre estuvo, pero enseguida entendí más que con su amor, que siempre lo había tenido, necesitaba contar con su admiración, o por lo menos con su respeto, y yo era uno que ya escribía, y que escribía cada día desde los 9 años, pero tuve desde entonces la emergencia, algo estrafalaria para mi edad, de buscar el modo de ganarme la vida con lo que escribía. No salí de allí sin dolor, ni sin angustia, ni sin dejar un rastro que me ha acompañado hasta aquí. Pero salí, y me sirvió para nunca más quejarme -por no tener que acabar corriendo hacia el hospital, que es muy desagradable-, para entender el poder y que sólo es mejor frentearle que pactar con él si sabes que vas a ganarle, y a propósito de ganar, que sólo tiene razón quien gana. Mi madre nunca se lo reconocerá, pero gracias a aquella calma conoció al hombre adecuado, se casó con él, aún son un feliz matrimonio, y el único y gran drama -aunque no tan grave como el de aquellos años 90- que volvió a padecer fue cuando heredó el negocio familiar, quiso enmendarle la plana a mi abuela y demostrar que era más inteligente que ella, y aunque no hacía falta demostrar nada, porque todo el mundo sabía que aquello no era cierto, el simulacro acabó en concurso de acreedores y en un largo silencio. Yo me salvé el día que tuve que correr para salvar a mi madre, aprendiendo el exacto lugar a dónde conduce no tomar tus decisiones ni aceptar sus consecuencias. Nunca he dejado de tener una cierta sensación de intemperie y algunos amigos, sin decidir de entrada cuáles, me doy cuenta que con el tiempo acaban siendo mi cobertizo, además de mis amigos. El segundo instante en que también tuve que decidirlo todo fue cuando mi mujer me dijo que quería separarse. Yo estaba haciendo una dieta titánica, que consistía en andar todo lo que podía y en no beber y en comer cosas a la plancha. La escuché, salí a pasear, y seguí mi ruta habitual, que era subir hasta el parque de atracciones del Tibidabo. Tuve todos los sentimientos: desde el miedo hasta la ira, hasta llegar a la calma. Traté de pensar en qué haría mi abuela pero no me vinieron recuerdos de ella, sino de mi madre, de lo que le había sucedido por tomar las decisiones equivocadas, por ir a la guerra sin una estrategia clara, por creer que hay culpables y por andar tan perdida en su frustración y su dolor que no era capaz de pensar en lo que quería proteger. Y digo sin cinismo que tengo que agradecérselo, porque recordar su derrota, que al final también fue la mía, me libró de la tentación de actuar con grandilocuencia, con orgullo o sin contener mis sentimientos para lograr mis objetivos, mi único objetivo, que era preservar mi familia: sobre todo para mi hija, pero también para mi mujer, aunque esto a ella le llevó un tiempo comprenderlo. Y no porque sea estúpida, sino porque tiene una familia estructurada y que se quiere mucho y nunca había visto un detallado mapa del abismo. No podía ni siquiera imaginar el daño que podía causarle -por asuntos legítimos, sin duda, pero de escasa relevancia- a Maria, pero he de decir muy en su favor que, a pesar de no acabarme de entender, y de hasta sospechar que estaba tratando de tomarle el pelo, tuvo la intuición de más o menos hacerme caso: y hoy vivimos en casas separadas pero hablamos cada día antes de acostarnos, llevamos juntos a nuestra hija al colegio, comemos o cenamos los fines de semana y parte de las vacaciones las pasamos unidos. Es una victoria para los tres que da por fin sentido y flores al sufrimiento de mi madre, a sus muchos errores acumulados, y me alegro, porque es la parte hermosa, la única parte hermosa, de tener que desmenuzar su vida para explicarme. Es una victoria para los tres que tiene que ver con el dolor, con la soledad, con la intemperie de mi madre, y con la mía; pero también con la idea de poder de mi abuela, por la naturalidad con que asumía que era natural, y hasta conveniente para ellos, meterse en la vida, por ejemplo, de sus empleados, que eran también su familia. Y ayudarles a corregirse, y hasta amenazarles con tomar medidas si no lo hacían, no tanto por tomarlas como para detenerles en su necedad: y que si no eran capaces de ver el descalabro que les esperaba, que por lo menos reaccionaran ante las advertencias de la Señora, que es como le llamaban. Yo nunca he amenazado a Anna, dejemos esto claro, pero un día me dijo: «Tú siempre quieres que yo haga lo que tú quieres», y yo me sorprendí a mí mismo respondiéndole: «no es cierto. No pretendo que hagas lo que yo quiero, sino lo que yo digo, que es muy distinto. Lo que yo quiero es ir a Nobu, y lo que yo te digo incluye un cálculo mucho más preciso que el tuyo de lo que es mejor para ti, para tu felicidad y la de tu hija, y sabes que yo no he hecho ninguna otra cosa que quererte y protegerte». Era una conversación que pudo acabar mal, pero Anna nunca ha sido rencorosa, y es sincera, y yo cuando le dije aquello también yo lo estaba siendo, y exponiéndome de un modo que no suelo en una conversación que pese a todo continuaba siendo conyugal. Hemos recordado muchas veces esta conversación, riendo. Si con lo que se nos rompe sabemos levantar algo nuevo, y protegerlo, entonces la vida deja de ser un grito y podemos escribir canciones de amor sobre lo que fue un oscuro destino.